Cada
día te despiertas en una fría y húmeda sala, más parecida a una
cueva que a un hogar. Allí, la desesperación y la soledad te
invaden. La oscuridad apenas te deja ver la realidad de tu
dormitorio, pero ves lo suficiente para saber que no naciste para
eso. No puedes dormir entre la noche porque sientes frío, frío de
remordimientos, de intranquilidad, de miedo a ser rechazado, de
soledad. Frío de muerte. Parece que cada mañana es simplemente un
paso más, un poco más cerca del final eterno, de que baje el telón,
y tienes miedo. Porque no sabes qué habrá detrás de la cortina,
porque allí, donde sea, te encontrarás ante algo que no podrás
controlar. Cada día te despiertas en cero, cero absoluto. No tienes
nada, no perteneces a nada. Estás desnudo, vulnerable, frágil,
herido, solo, muerto.
Es
entonces cuando sales de tu cueva, de tu hogar. Es muy importante
que, antes de que nadie te vea, recojas la máscara del lugar donde
la pusiste ayer. A veces es difícil, si llegaste demasiado borracho,
no recuerdas donde la tiraste, así que toca buscar. Te la pones, una
máscara de suficiencia, de normalidad, una que tenga bien limpios
los dientes. Te miras en el espejo, te peinas, te pones un traje
recién planchado, no sea que alguien se dé cuenta de dónde vives,
de quién eres. Al lado de la entrada de tu terrible morada, dejaste
un atillo con algunas cosas que necesitarás ahí fuera, en la farsa
que llaman realidad. En este atillo encuentras objetos tan útiles
como el dinero que tanto te ha costado ganar, te han robado parte de
tu vida para obtenerlo, pero con él podrás tener algo tan importante como
amigos, como aceptabilidad, como pasta de dientes o gomina. Ahí
fuera todo el mundo es feliz, todos viven unas vidas que merece la
pena ser vividas; así que tú también tienes que mostrar que
tienes, que vales, que tu vida merece aún más la pena que la de
los demás. Después de todo, de eso se trata esa farsa que llaman
realidad, de parecer, de aparentar, de gritar que vales, que existes.
Aparte de eso, solo se trata de supervivencia.
Y
es al final de tu día de ganancias, de libertad, de apariencias, de
mentiras, de máscaras, que llegas de nuevo a tu hogar, si se le
puede llamar así. Antes de entrar, tienes que dejar tu atillo en el
suelo, esperando que al día siguiente siga ahí, tal y como lo has
dejado. Entras, intentando mantenerte erguido después de beber más
de la cuenta. Ante la puerta de la cueva, ya se te escapa una lágrima
mientras te llevas tus manos a la cara para agarrar la máscara. La
arrancas de un golpe, y la suficiencia y superioridad se convierten
en dolor y amargura, soledad y resentimiento. Te quitas el traje que
engañó a los demás, y descubres que a ti no consigue engañarte,
que la desnudez de tu alma no hay traje que la cubra, que tu mundo de
ganancias, de salud y orgullo es mentira, que la verdad de tu vida es
tu cueva, tu soledad, tus sentimientos de amargura, que la verdad es
el frío, la oscuridad, la soledad, la humedad. Que de nada vale que
ganes el mundo entero, si al final del día lo pierdes todo. Que de
nada vale que ganes el mundo entero si al final de tu vida lo pierdes
todo.
Un
día te tendrás que enfrentar al telón final, tendrás que
encararte con la eternidad. El camino de mentiras, ganancias y
vueltas a la oscuridad terminará, tarde o temprano. Y entonces, no
habrá máscara que pueda cubrir la verdad.
Pues
¿qué provecho obtendrá un hombre si gana el mundo entero, pero
pierde su alma? O ¿qué dará un hombre a cambio de su alma?
Mateo
16:26.
Le
respondió Simón Pedro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de vida eterna.
Juan
6:68.
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