martes, 27 de diciembre de 2011

Aquel invierno III: Los magos

En medio de la imponente cúpula celestial, cargada de miles y miles de estrellas, todas tan perfectas, tan inmutables, se encendió una nueva. Una que ni los más ancianos recordaban, una de la que jamás se había leído en los antiquísimos rollos que manejaban los más sabios. Una que, por su fulgor, su magnificencia, su posición y su gloria, solamente podía significar una cosa para aquellos magos que escudriñaban los cielos en busca del momento, de la verdad, de Dios.

Había llegado, había nacido. Sus vidas habían dedicado al estudio de las señales, a la búsqueda entre el saber antiguo, entre las revelaciones divinas, entre la propia naturaleza, que les llevaran a vislumbrar este momento, el momento en que Dios mismo bajaría a la tierra a poner paz, a reinar, a imponer justicia, a redimir a su pueblo, a bendecir al mundo. Y había llegado.

Prepararon el largo viaje que les separaba de su destino. Según sus estudios, la estrella les guiaba hacia Israel, el pueblo escogido por el Creador para manifestar su justicia, gloria y bendición al resto de la humanidad. Y hacia allí se dirigieron, equipados con regalos dignos del rey que había nacido. El camino sería largo, seguramente estaría cargado de peligros, pero la recompensa merecía la pena, por supuesto que la merecería.

Y ante ellos se alzaba Jerusalén, la Ciudad de David. El lugar en que estaba el Templo del Altísimo, los palacios de los príncipes, del rey de Israel. Allí estaba la gloria que debía haber rodeado el nacimiento de tan insigne bebé. Así que fueron al palacio de Herodes, si el niño no estaba allí, él sabría dónde encontrarle. Pero, al parecer, se equivocaron.

El rey no sabía nada acerca del nacimiento de ningún otro rey en sus tierras. Pero si alguien lo sabía, eran los sacerdotes, los escribas y todos aquellos que dedicaban sus vidas al estudio de las escrituras antiguas de los profetas. Allí debería estar predicho en qué lugar nacería este Rey que gobernaría sobre todo y para siempre. Y así fue. Apenas hizo falta preguntar al sacerdote de menor rango para que lo supiera, cualquiera que hubiera estudiado minimamente a los 12 lo sabría, sin ninguna duda. El profeta Miqueas apunta sin oscuridad ni sombra de dudas a Belén Efrata como el lugar donde nacería el Mesías, el pastor que guiaría a su pueblo, aquel que sería gobernante en Israel, aquel cuyos días son desde la eternidad.

Con buenas palabras, Herodes envió a los magos a ver al gran rey que había nacido en Belén. Pero a su alrededor ya se alzaba una conjura de sombras que le guiaban a cometer una atrocidad como pocas ha habido en la historia. Les dijo que cuando le hubiesen presentado sus respetos y lo hubieran adorado, volvieran a Jerusalén para decirle de quién se trataba y dónde estaba para que él mismo fuera a adorarlo. Una vez más, las sombras movían oscuras fichas para asesinar a la esperanza de la humanidad. El rey de Israel no dejaría vivo a nadie de quien se dijera que iba a suplantar su trono.

Y allí lo encontraron. El Rey del mundo, el hijo de David, aquel de quien el gran profeta Isaías dijo: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.”

Todo fue mucho más impresionante de lo que jamás hubieran soñado. No solamente Dios se había acercado a los hombres humillándose a sí mismo, sino que había llegado a nacer entre bestias y suciedad. Olvidado de los hombres. Aquel para el que el mayor palacio de la humanidad habría sido poco en magnificencia, había elegido nacer en un establo, pasar sus primeros momentos en un pesebre. Dios había nacido, el Rey había llegado, pero no solamente eso. En su primer respiro en nuestro mundo ya había hecho toda una declaración de intenciones de lo que sería su vida, su crecimiento, incluso su muerte. El Rey del mundo no venía a ser servido, ni a recibir. El Creador venía a dar, a bendecir.

Se arrodillaron ante tan majestuosa muestra de humildad, ante tan solemne manera de expresar autoridad, sin palabras. A sus pies dejaron los presentes que trajeron. Oro, incienso y mirra. Sencillamente perfectos. El oro para el Rey que nacía, el incienso para el Dios que, aún hecho carne, merecía toda gloria y la mirra. Mirra que, en ese momento no tenía mucho sentido, pero más adelante lo tendría, totalmente. La mirra es una sustancia que se obtiene de una resina, muy amarga, que se usaba como ungüentos y, sobre todo para embalsamar cadáveres.

Cuando hubieron hecho lo que fueron a hacer, aquello para lo que habían nacido, pusieron camino de vuelta a Jerusalén. Pero tuvieron un sueño. En él, un ángel se les aparecía avisándoles de los planes de Herodes. Así que dieron media vuelta y volvieron a su tierra sin decirle nada al rey.

Pero una vez más las sombras gritaron a los oídos de los hombres en contra del plan de Dios. Herodes, al verse traicionado por los magos, ordenó el asesinato masivo y sistemático de todos los niños menores de 2 años de Belén y los alrededores.

José, el marido de María, fue avisado por ángeles para que huyeran. Fueron a Egipto.

Dios estaba aquí, los planes demoníacos solamente lograban hacer que Jesús cumpliera todas y cada una de las profecías que de él se habían hecho. Los planes de Satanás estaban siendo usados magistralmente por Dios para hacer lo que quería hacer, no dejar ninguna duda acerca de la naturaleza de este hombre. Hombre que nació en un establo, huyó para salvar su vida sin siquiera tener edad para andar, creció como un anónimo, hizo milagros, vivió una vida santa, expresó palabras jamás dichas por nadie anteriormente, revolucionó el mundo, fue acusado injustamente, asesinado brutalmente, resucitado con poder, dejado su huella en la historia hasta tal profundidad que jamás será borrada y que volverá para reinar, con la gloria y el poder que le pertenecen.


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