lunes, 22 de agosto de 2011

Agnus Dei

Así ha sido desde el principio, la ley es así y nadie puede saltársela, absolutamente nadie. La justicia debe ser satisfecha pase lo que pase.



Hace miles de años, en los albores de los tiempos, hubo dos humanos, un hombre y una mujer, que decidieron desobedecer a Dios y dar la espalda a su situación privilegiada en virtud del conocimiento del mal. Y el conocimiento trajo consigo un cambio drástico, una inclinación innata hacia la oscuridad, una esclavitud hacia aquel que les engañó.

Este acto fue el pistoletazo de salida del plan de rescate más importante, inmenso y planificado de toda la historia. La desobediencia al Creador, al Santo Dios, al Perfecto Padre; fue como si aquellos que hasta entonces habían disfrutado de todas sus bondades y de todos sus regalos, estuvieran escupiendo a la cara del Rey del Universo, y un Juez Justo no podía dejar aquello impune, porque entonces dejaría de ser justo, y Dios nunca deja de ser, Él es el mismo por siempre. Alguien debía morir, así era la ley y así debía ser satisfecha la ira del Gran Monarca.

Así que Él mismo fue quien llevó a cabo aquella primera propiciación. Mató animales con los que fabricó ropa para cubrir la desnudez de aquellos dos humanos que acababan de descubrirla, además de comenzar la línea genealógica que llevaría directamente a la solución última, a la culminación gloriosa del plan de rescate. Y fue Él mismo quien dio la pauta de lo que deberían hacer de entonces en adelante. La justicia de Dios debía ser satisfecha, y “sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados”. El pecado debe ser pagado con sangre, con muerte, así debía ser, y esta ley debía ser cumplida por encima de todo y de todos.

La línea sucesoria continuó su andanza a lo largo de los siglos, y prueba de ello es el énfasis que pone en esta línea El Libro, a la que da una importancia casi escrupulosa.

Pero el plan debía seguir su rumbo, conservando esta línea y dando los siguientes pasos para conseguir el rescate y pagar la pena, para conjugar el amor con la justicia. Y así nació el pueblo de Israel, el pueblo escogido para llevar a cabo este plan, para dar el siguiente paso. A ellos les dio una serie de instrucciones muy precisas que tenían que cumplir para poder continuar en esta situación de paz con ellos, para que la justicia pudiera ser satisfecha aún en medio de su maldad. Los sacerdotes eran los encargados de cumplir estos ritos, en los que la ley era la misma, el derramamiento de sangre cubre los pecados, sin muerte no hay perdón. Pero aquí se incluyó otro avance, otro paso muy importante, por primera vez desde que Adán y Eva salieran del Huerto del Edén, varios milenios atrás, Dios habitaba en medio de ellos, la presencia palpable y profunda de Dios estaba con ellos, en el tabernáculo y después en el Templo, en el lugar santísimo, con un velo separando este lugar del de los hombres para que su santidad, su justicia perfecta, no les destruyera.

En medio de este sistema, de este punto del plan, nació un muchacho en la familia de Judá, un chico que fue ungido como rey siendo apenas un adolescente y que llegó a ser el rey más importante de Israel, David, hijo de Isaí. Él es uno de los eslabones más importantes que unen el Edén con el Calvario. Dios le prometió que aquel que traería la paz, que el rey que traería el perdón sería su descendiente. Y mientras seguían pasando los siglos, los milenios, y el plan maestro seguía su andadura, los corderos seguían siendo los sustitutos, su muerte y su sangre seguían siendo necesarios constantemente, el plan aún seguía incompleto.

Pero incluso con toda esta maquinaria de sacrificios, los esfuerzos humanos, aún bajo el mandato divino, no era suficiente. Pretender tapar tanta maldad, tanta perversión, tanto pecado tan inmenso con la sangre de simples corderos, no era bastante, no era suficiente. Era como intentar pagar un palacio con una moneda.

Y entonces fue cuando llegó la culminación del plan. El momento más arriesgado. No fue una imagen, un holograma de Dios lo que se presenció para cumplirlo. Ni siquiera un ángel, por mucho rango que tuviera. Fue Dios mismo quien vino a completarlo. Y no fue ningún paseo por la Tierra, siendo Dios, se hizo siervo, siendo Rey, se hizo esclavo, siendo eterno, se enfundó en un cuerpo humano, con todo lo que eso conlleva. Pero ahí no terminó. La justicia divina seguía sin ser satisfecha, y la última jugada de esta partida cósmica debía ser presentada. Los corderos terrenales cubrieron durante un tiempo los pecados de los hombres, pero ni era una solución definitiva ni suficiente, de hecho, si eran aceptados por Dios era porque apuntaban a esta última escena, a este último cuadro. El mismo Juez era el único que podía cumplir esta pena tan grande que habíamos contraído con Él. Nadie más podía.

Y así fue reconocido por Juan el Bautista cuando le bautizó y dijo: “He aquí el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

La sangre del mismo Dios derramada hasta la última gota fue la mayor victoria de toda la historia. A menudo recordamos aquellos momentos como una derrota, como un luto, como algo a lamentar. Dios vino a morir, Jesús era el cordero de Dios, y vino a ser sacrificado, a tomar en sus hombros el peso del pecado y pagarlo enteramente.

Y la prueba de que Dios aceptó su sacrificio fue que en ese momento, cuando exhaló por última vez, el velo que separaba la presencia de Dios del mundo fue roto, fue rasgado de arriba a abajo. A partir de entonces, ya estaba pagado, la deuda estaba saldada. Había sido consumado. Ya nada nos separaba de Dios, ya teníamos acceso a Él libremente, sin limitaciones ni intermediarios.

Y este Cordero no se quedó en la tumba, después de pagar la pena, después de reconocer que todo estaba hecho y que Él mismo aceptara como perfecto y suficiente el pago, resucitó de entre los muertos, y hoy está preparando un lugar donde podamos disfrutar de esta culminación, de esta paz con Dios para siempre, todos los que acepten este sacrificio.

La ira de Dios ya está calmada, el precio está pagado, la deuda ha sido satisfecha. Ahora solo queda una invitación, aquella que Jesús, el Cordero de Dios, hace. Él pagó tu pena para que tú no tuvieras que hacerlo.

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