Muchos años habían pasado desde que fueran echados del Huerto. Y parecía que desde entonces todo había salido mal. Ahora, por el trabajo, le dolían los huesos. Sus articulaciones empezaban a quejarse. El trabajo en la tierra no era nada fácil, y tantas eran las veces en que ni siquiera era fructuoso. Aún recordaba el año en que, siendo aún sus dos hijos pequeños, y después de una larga temporada preparando sus huertos, liberándolos de malas hierbas, cuidando con mimo cada detalle, de sol a sol, una plaga de insectos había devorado hasta las raíces. A punto estuvieron de terminar por morir de hambre. Fue impresionante cómo en medio de la desesperación, incluso alejados de su huerto, Él les había ayudado. No sabe qué hubiera sido de su familia si no fuera por su provisión aquel año.
Por lo menos en aquella época había esperanza. Sus dos hijos aún vivían y estaban a su lado. Pero hasta en eso todo fue mal. Su mujer había dado a luz a dos varones preciosos. El mayor era agricultor el menor era ganadero. Buenos chicos los dos. Él les había enseñado a seguir a su dios, a ofrecerle sacrificios, a temerle, a respetarle. Y pensaba que habían aprendido.
Por esto precisamente no esperaba lo que ocurrió aquel día. De repente, tanto su mujer como él, sufrieron la peor noticia que unos padres pueden recibir. Su hijo menor había sido asesinado brutalmente por su hermano mayor. Aquello ya suponía algo terrible. Su pequeño, su amado hijo, les había sido arrebatado tan de golpe que jamás podrían recuperarse. Un padre nunca debería enterrar a su hijo. Eso no es natural. Muchas veces había soñado con que sus dos pequeños llevaran sus restos mortales, seguidos por cientos de entre sus nietos y biznietos, y todos a una lloraran su pérdida. Así sí debía ser. No al revés.
Pero aquello no fue lo único. Las desgracias nunca vienen solas. Su hijo mayor, el que asesinó a su hermano, había huido a una tierra lejana. Ahora estaban solos. Toda su alegría se había ido. Incluso habrían podido llegar a perdonarle. Amaban tanto a su hijo que estaban dispuestos a perdonar que les hubiera privado del pequeño ganadero. Pero ahora estaban solos. Un hijo asesinado, y el otro asesino y fugitivo. Aquello era demasiado.
Pero no siempre fue así. Muchos años atrás, su mujer y él vivían dentro del Huerto. En aquel lugar celestial. Los grandes y coloridos frutos llenaban los árboles todo el año, los animales más grandes y temibles eran como corderos, y jugaban con ellos. Todo era tan verde, tan feliz, tan sumamente perfecto que nunca pensaron en que se acabara. Pero aquello no era lo mejor, lo mejor es que cada día paseaban con Él. Todos los días tenían la mejor experiencia que jamás tuvieron. Dios mismo, el Creador de los cielos y de la tierra, aquel que sostenía la bóveda celeste, con todas las constelaciones con su mano poderosa, aquel que hizo a su bella mujer, Eva, con sus manos partiendo de su propia costilla, aquel que había usado barro para crearle a él, y había soplado espíritu para darle vida, era su amigo, su fiel y amoroso padre. Aquello era impresionante, la felicidad salía por sus poros, la sabiduría, junto a Dios se sentía libre, sabía que su vida tenía un motivo cuando Él estaba cerca.
Pero un día todo se fue al garete. Solamente tenían una limitación, una orden de Dios, una prohibición. No podían comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Era así de sencillo. Ellos sabían qué árbol era, sabían la sencillez de la indicación. Pero se dejaron engañar, se dejaron convencer. La serpiente dijo que cuando comieran, serían como Dios, serían ciertamente libres. Conocerían el bien y el mal. Ellos lo hicieron, comieron del fruto prohibido, fueron engañados. La serpiente les mintió. Era verdad que conocerían el bien y el mal, y fue por eso que se dieron cuenta que estaban desnudos y tuvieron vergüenza, pero eso no les haría libres. Ahora conocían el mal, y la letra pequeña era que ahora eran esclavos de éste. Ahora eran malos por naturaleza. Todo dentro de ellos cambió. Se inclinaron a la muerte, a la desobediencia, a la maldad. Dios les dijo que “el día en que comieran de este fruto, ciertamente morirán.” Y así fue. Ese día murieron. Ellos lo sabían. Ahora no podrían volver a tener una relación con Dios, ahora ya nada tendría sentido. El negro del sudario les había envuelto con aquel pequeño mordisco.
Ahora no tenían acceso al Árbol de la Vida, a la llave de la inmortalidad. Ahora solo era cuestión de tiempo. Morirían. Este acceso que antes tenían había sido tapado. En la puerta del Huerto del Edén, que fue su hogar, había querubines, enormes y terribles seres creados por Dios. Ellos no podrían burlar esta seguridad. Pero también Dios mismo fabricó un objeto para proteger la inmortalidad, para que aquellos humanos caídos, aquellos que estaban inclinados al mal, al asesinato, a la muerte no llegaran a tener la vida eterna, porque Dios no quería tener parte con los malos, porque si los malos vivieran por siempre, su plan perfecto no podría cumplirse. Aquella espada negra, creada por Dios, envuelta en fuego, era un método de castigo, para que no volvieran los desobedientes, pero sobre todo, era un arma de amor, para que el mal no reinara por siempre en esta tierra, para que pudiera haber esperanza en el corazón del hombre.
Y aquella maldad que él mismo había comenzado, había llevado a que su hijo fuera asesinado, a que su propio vástago asesinara a su hermano menor. Al mayor dolor para un padre. A la muerte en vida de su amada.
Pero en medio de toda esta desesperación, en medio de todo el sufrimiento, nació una esperanza. Eva volvió a quedarse embarazada. Dios les dio otro varón. Set le llamaron. Toda su ilusión la volcaron en el nuevo infante. Sabían, en lo profundo de su corazón, que no solamente este pequeño llevaría sus féretros a la tumba, acompañado de una larga familia, sino que de este niño vendría la esperanza, renacería la ilusión. De Set vendría aquel que restauraría la relación perdida, que limpiaría al hombre de su maldad y volvería a abrir la senda protegida por la Espada Negra. Dios les bendijo con un hijo precioso, pero aún más importante, Dios les bendijo con la esperanza, con la promesa. Dios prometió que desbrozaría el camino que les volviera a llevar a su plan, que el Árbol de la Vida no estaría vedado para siempre.
Y cuando el Huerto del Edén ya no estuviera en esta tierra, la Espada Negra serviría a otros planes, planes que la llevarían por toda la historia de los hombres.
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