Después de una interminable noche dando vueltas alrededor de
la tienda, sin poder entrar, escuchando los gritos de dolor de su amada; después
de comerse absolutamente todas las uñas tratando de mantener la compostura ante
el hecho tan maravilloso y a la vez tenso y doloroso, parecía que el milagro se
había consumado. La noche de gemidos lastimosos, de gritos de congoja, las
instrucciones que las criadas y el resto de las mujeres se daban unas a otras
dentro de la tienda y sus hijos, amigos y criados que le hablaban para
tranquilizarlo, se había hecho larguísima, casi interminable.
Pero ya había
terminado, los gritos, los comentarios y las órdenes se habían acabado. Y en su
lugar, a través de las telas que formaban su hogar, rompió el silencio el dulce
sonido del llanto desconsolado de un recién nacido. El dolor, la impaciencia,
la espera se esfumaba, se abría paso la vida, la esperanza, el futuro más
prometedor.
Cualquiera diría que aquella era la primera vez que Jacob
esperaba un hijo. Pero no. Aquella era nada más y nada menos que la decimosegunda
vez que pasaba horas en espera de la noticia de que todo había salido bien, y
que tanto la madre como el pequeño se encontraban bien.
Pero esta vez era
diferente, muy diferente.
Jacob había salido huyendo de su casa perseguido por su
hermano mellizo. Le había robado la bendición de su padre engañando a su
anciano progenitor aprovechando su ceguera. La bendición era vital porque,
aunque ahora tuviera que salir huyendo, las promesas tan grandes que había
recibido su padre y su abuelo, serían para él, y no para su hermano, quien por
haber nacido antes, las merecía.
Había recorrido cientos de kilómetros en su huída hasta
llegar a la casa de su tío Labán, el hermano de su madre Rebeca. Allí vivían
desde entonces. Jacob se había enamorado de Raquel, la hija menor de Labán, y
le había propuesto a su padre casarse con ella a cambio de 7 años trabajando
para él. Pero en la boda, el vino había tenido su pernicioso efecto en el
joven, y el padre le engañó para meter en su lecho y en su vida la hermana mayor,
Lea. Cuando Jacob vio su poco agraciado rostro al despertarse la mañana
siguiente, y descubrir lo que había pasado, se enfadó, con razón, con su
suegro. Así que le tocó trabajar otros 7 años más por Raquel, su amada.
Lea había dado 6 hijos y una hija a Jacob y su esclava Dina
le había dado otros 2. De la esclava de Raquel, Jacob había obtenido 2 hijos más.
Pero el amor de su vida no lograba concebir. Habían pasado ya muchos años y
nunca se había quedado embarazada, nunca había conseguido dar un hijo a su
marido, y esto la frustraba. Ella le amaba y deseaba más que nada darle hijos,
aún sabiendo que su marido la seguiría amando y apreciando.
Y al fin, el milagro se había hecho realidad. Raquel se quedó
embarazada, y se la volvió a ver resplandeciente de felicidad, y Jacob era
feliz si su amada lo era. Si es varón, lo
llamaré José, porque Dios me añadirá otro hijo más, se decía. Pero cuanto más
se acercaba el día del alumbramiento, más se preocupaba Jacob. Los partos son
peligrosos, muchas mujeres pierden la vida tratando de regalársela a sus
pequeños. Y aquella noche Jacob había escuchado las fatídicas palabras de “lo siento” en demasiadas ocasiones en su
cabeza. Sería demasiado para él si perdiese a su amor así, tan de pronto, por
intentar agradarle.
Pero no fueron esas palabras las que escuchó. Al poco tiempo
de comenzar a escuchar el llanto del bebé recién nacido, se asomó Lea y le miró
satisfecha. Que Dios te añada muchos
hijos más. Raquel ha tenido un niño. Jacob sonrió ilusionado como un niño
pequeño y abrió las compuertas de tela para entrar a aquel lugar donde el
milagro se había cumplido. Allí estaban todas las mujeres de su casa en pie,
mirándole sonrientes, junto a un gran cubo de madera lleno de paños teñidos de
sangre, en el lecho tumbada aquella mujer que tan feliz le había hecho, con la
cara resplandeciente, aunque devorada por el cansancio de una noche
interminable y entre sus brazos una pequeña criatura rosada que acababa que
venir al mundo, su llanto desconsolado era como un grito de esperanza para
aquella familia.
Jacob se agachó, dio un fuerte beso a su mujer convaleciente
y agarró a su pequeño con determinación, pero con cariño. Lo elevó por encima
de su cabeza, mientras los berreos del bebé. Lo observó, con una media sonrisa
en el rostro. Era un bebé robusto y precioso.
Dios tiene grandes
cosas para ti, mi pequeño. Tu nombre será José, porque Dios me añadirá más
hijos, y Dios bendecirá en gran manera a mi familia por tu mano.
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