Oscuridad. Vacío. Soledad. Humedad. Negrura. Desesperación. Frustración.
Recuerdos. Incomprensión. Preguntas. Abatimiento. Incertidumbre. Muerte.
La celda oscura, vacía, húmeda. La negrura que hasta invadía
el alma. La desesperación y la frustración de saber que no merecía estar ahí. Los
recuerdos de un pasado que terminó y que nunca volverá. La incomprensión de
todos, de sus hermanos, de Potifar, del carcelero, de sus compañeros de prisión.
Las preguntas, los por qués. El abatimiento de ver cada día el mismo horizonte
truncado por un imponente muro de piedra. La incertidumbre del mañana. El temor
de la muerte, no de la suya, sino de la de su padre sin saber que su hijo aún
vivía.
La cabeza de José bullía en pensamientos diversos, en la
negrura de su situación, en la desesperanza de lo que había a su alrededor. Pero
había un pensamiento que conseguía vencer a todos los demás. La esperanza. El
saber que a pesar de todo, Dios sigue teniendo un plan. Aunque no entendiera
nada, José seguía guardando su gran tesoro en forma de sueños en lo más
profundo de su corazón, donde nada ni nadie se lo podría robar, a pesar de
todo.
Así que, con la fuerza de su tesoro, José se esforzó en ser
el mejor preso de todos, respetando a sus compañeros, buscando al dios de su
padre aún en lo profundo de la celda, siguiendo siendo honrado, tratando de
buscar fuerzas en medio de su situación para ofrecer una sonrisa a todos, incluido
al carcelero, tan temido por todos.
Pero el jefe de la prisión vio con buenos ojos a José, y
confió en él. Hasta tal punto impactó a aquel que todos temían, que le puso por
responsable de todo el resto de los presos en aquel agujero donde eran echados
los presos del faraón. Y no solamente esto, todos los presos vieron algo
diferente en José, encontraron a alguien en quien confiar, de quien fiarse, un
compañero agradable, sincero, completamente diferente a lo que habían
encontrado, no solamente en aquella cárcel, sino en toda su vida, parecía como
si José fuera alguien demasiado especial, demasiado diferente. Y el jefe de la
cárcel dejó de preocuparse de lo que ocurría en la prisión porque sabía que en
manos de José todo estaba bien.
Y aquella cárcel acogió a dos presos de excepción, el jefe
de los coperos y el jefe de los panaderos de Faraón, el rey del mundo. Había
habido un complot para atentar contra la vida del gran rey y ellos dos habían
sido acusados y echados a la oscuridad de aquella prisión donde José era el
preso-responsable. Allí, como el resto de los reos, vieron la diferencia en José y confiaron en él.
Y una mañana, José vio que sus dos insignes “invitados”
estaban perturbados, que hablaban entre ellos con preocupación. José se acercó
a ellos y les preguntó acerca de la razón de tanta preocupación. Habían soñado
algo, cada uno un sueño diferente, y no sabían qué podía significar aquel sueño.
- ¿No están en manos
de Dios los sueños y sus interpretaciones? – José habló al copero. – Cuéntame tu sueño, por favor.
- Estaba yo ante una
vid que tenía tres sarmientos – comenzó el jefe de los coperos – y de los sarmientos parecía que iban a salir
brotes. La vid floreció, y yo agarré las uvas que salieron, y las exprimí en la
copa de Faraón, y le di la copa a mi rey.
José se paró a pensar. Sonrió cálidamente mirando al
atribulado copero real. – Los tres
sarmientos de la vid son tres días. En tres días el rey te hará volver a tu
puesto de trabajo y a tu posición, y cuando vuelvas, te irá muy bien y servirás
fielmente a tu señor. – El copero se llenó de alegría, le cambió la cara. –
Pero te tengo que pedir un favor, cuando
te vaya bien, cuando estés al lado de Faraón, por favor, háblale de mí. Háblale de que estoy aquí injustamente. Fui vendido como esclavo por mis hermanos, y echado a
la cárcel por algo que no hice.
- Claro, amigo. Hablaré de ti a Faraón y te hará justicia. Si es cierto esto que me has dicho, en 3 días tu también saldrás de esta prisión.
El jefe de los panaderos, animado por la alegría que reinaba
en el ambiente ante la interpretación de José tan benevolente con el copero
explicó a José su sueño. – Yo soñé que
tenía tres canastillos con pan sobre mi cabeza. En el más alto había de todos
los manjares de Faraón, de las que hacemos los panaderos, y venían las aves de
todos lados para comer de las delicias que había en el canastillo sobre mi
cabeza.
La sonrisa de José cambió dramáticamente. Su semblante
palideció como el de un muerto, apenas le salía la voz de la congoja. – Esto es lo que significa tu sueño. Los tres
canastillos son tres días también. Dentro de tres días, te llamará Faraón para
que salgas de este agujero, - Miró al panadero directamente a los ojos – y te hará colgar de un árbol. Las aves vendrán
para comer tu carne. Lo siento.
El panadero, sin decir una sola palabra, agachó la cabeza. Los tres días siguientes los pasó sin emitir ni una sola
palabra. Sabía que había cometido traición contra su señor, sabía que merecía
que le colgaran, y sabía que José había interpretado correctamente su sueño.
Al cabo de los tres días predichos, tanto el panadero como el copero
reales fueron sacados de la cárcel. El panadero fue ahorcado, tal y como José
había dicho, y el copero fue restituido a su puesto. Con gran alegría volvió a
sentarse a la mesa del hombre más poderoso de la Tierra.
Pero se olvidó de José. No le habló de la injusticia que le
mantenía retenido en aquella cloaca. Y José se quedó atrapado en la cárcel que
le oprimía, que le hacía ver el negro de la muerte, de la desesperación, de la
soledad, de la humedad, de la frustración, de la incomprensión, de los
recuerdos. Pero aún así mantuvo intacto su tesoro, permaneció fiel a lo que le
había sido dado. Sabiendo que Dios tenía un plan, y que estaba en el camino
perfecto para cumplirlo.
La esperanza continuaba teniendo más poder que la negrura,
que la desesperanza.
Y continuaba preparando y manteniendo su vida para ese
cambio que estaba en camino. Porque el sentido de su existencia, el resultado
de sus padecimientos, la paga por su sufrimiento estaba en camino. Y ya no se haría esperar mucho
más.
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