12 de octubre de 1936. En el paraninfo de la Universidad de Salamanca, se lleva a cabo el enfrentamiento entre don Miguel de Unamuno y el general de la legión José Millán Astray. Este hecho significó el principio del fin de Unamuno, al comenzar su arrinconamiento intelectual que marcó los últimos meses de su vida y, por otra parte fue el marco de uno de los discursos más importantes de la historia de nuestro país, discurso que se puede resumir en las legendarias frases de Miguel: “Venceréis, pero no convenceréis.”
Este discurso, fue deliberadamente apuntado en la otra cara de una hoja que también tenía su historia, una historia que Miguel de Unamuno conocía muy bien. Esa era la carta que le había entregado Enriqueta Carbonell, esposa de Atilano Coco para que intercediera por él cuando aún era concejal del ayuntamiento de Salamanca, cargo que ocupó por orden del nuevo régimen.
Atilano Coco Martín nació en un pequeño pueblo de Zamora en 1902 dentro de una familia de labradores acomodados. La cultura de la que mamó desde que era pequeño no era lo más típico en la España católica de la época; su padre era miembro de la Iglesia Reformada Episcopal, y, de hecho, cursó sus estudios en Inglaterra y cuando volvió, trabajó como maestro en la Escuela Evangélica Española. Posteriormente se mudó a Salamanca y se convirtió en el pastor de la pequeña congregación evangélica que existía en Salamanca.
La verdad es que desde 1929, año que llegó a Salamanca hasta la rebelión en 1936, Atilano fue uno de los ciudadanos más influyentes y activos de toda la ciudad de Salamanca sin ninguna duda, incluso me atrevo a decir de todo el país. Atilano, que había ingresado en la masonería en 1920 cuando aún estaba en Inglaterra, renovó la presencia de esta sociedad secreta en la ciudad y llegó a ser el Gran Maestro Venerable, lideró a toda la población protestante salmantina, fue un miembro muy activo del Partido Republicano Radical Socialista, formó parte de la Unión Republicana provincial, promovió la Liga Española de los Derechos del Hombre, fue admitido al cargo de presbiterio (el equivalente a sacerdote católico) y se presentó como candidato a las elecciones legistativas de 1936 formando parte del Frente Popular. Es complicado imaginarse cómo pudo hacer todo esto en apenas 7 años, y, por supuesto, era uno de los personajes más influyentes y reconocidos de toda la provincia de Salamanca.
Por todo esto, no es de extrañar que, en cuanto estallara la guerra civil, fuera uno de los principales objetivos de los mandos nacionales. Los masones fueron especialmente perseguidos, pero también los protestantes fueron uno de los principales grupos reprimidos. A lo largo y ancho de toda la geografía española, pastores y fieles evangélicos fueron asesinados o metidos en cárceles por su fe. El deseo de Franco de lograr un país absolutamente católico, requería de un baño de sangre, y así fue como se llevó a cabo. Y si esto fue en todo el territorio español, Salamanca, que al principio de la contienda fue la capital del bando nacional, debía ser un ejemplo de contundencia y determinación.
Atilano fue puesto en prisión, en una prisión construida para un centenar de presos donde se hacinaban más de un millar en condiciones totalmente infrahumanas. Miguel de Unamuno, concejal del nuevo ayuntamiento impuesto, rector de la universidad y amigo personal de Atilano, trató infructuosamente de usar su influencia ante el gobernador civil para que liberasen a su amigo.
El presbiterio, como era de suponer, no tardó en enfermar viviendo en tales condiciones. Fue por esto que Enriqueta Carbonell, la sufriente esposa de Atilano, escribió una carta de nuevo a Miguel de Unamuno rogándole que lograse la liberación de su esposo, pues si no le ponían en libertad, la carcel iba a acabar con él.
Así que, cuando Miguel de Unamuno pronunció esas valientes palabras escritas en la carta de Enriqueta ante quien podía ordenar su muerte sin pensarlo, no solamente sabía que había una razón, sabía que había que luchar contra la injusticia, contra la opresión, contra la ignorancia, también sabía que habría un castigo, sabía que pagaría por ello. Pero así es como suelen ser las circunstancias en la vida, son específicamente las causas que merecen más la pena, las que más tendrás que pagar por seguirlas.
Atilano fue liberado de prisión la madrugada del 9 de diciembre de 1936. Le sacaron de la cárcel por la puerta de atrás, fue introducido en un furgón con los primeros rayos del sol salmantino. Sería la última vez que viera la ciudad por la que tanto luchó. Su trayecto le llevaba a La Orbada, provincia de Valladolid. Un batallón de fusilamiento acabó con su vida por atreverse a pensar diferente, pecado que suponía la pena de muerte en aquellos años. Aún hoy en día se desconoce dónde descansan sus restos mortales.
Todavía siguen existiendo estas causas, probablemente no tengamos el poder para vencer en muchas ocasiones, pero sí es nuestra responsabilidad que, por lo menos, no seamos convencidos por la perversión.
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