jueves, 29 de septiembre de 2011

David


Los gritos y la algarabía aún resonaban en su mente, recordando el pasado glorioso, mientras en los poros de su piel y en las gotas de su sudor atronaba con fuerza el duro presente. Parecía como si todo se fuera derrumbando cuando mejor estaba, en lo mejor de su vida.

Ahora el sol imponente quemaba la piel que antaño vistió delicadas telas de lino, ahora el estómago que se llenó del mejor vino y de los mayores manjares de la mesa del rey rugía de hambre, ahora aquellas piernas que montaron los regios corceles caminaban sin apenas fuerzas por entre las afiladas piedras del desierto. Pero aquello no era lo peor de todo, lo peor era que después de ver cómo una nación entera le aclamaba incluso por encima del rey, ahora era un proscrito, ahora debía huir para salvar su vida. Ahora le parecía una broma aquello que ocurrió hacía ya casi 10 años, cuando aún era un muchacho, un pequeño pastor, hijo menor de ocho, que pasaba su tiempo libre en el campo tocando el arpa y entonando bellos cantos en medio de un paisaje bucólico.

Fue una soleada tarde de primavera, él regresaba de los campos con las ovejas de Isaí, su padre. Estaba contento, siempre lo estaba cuando le bañaba el agradable calor del sol cuando aún no aprieta demasiado, le parecía como una mullida manta de lana, una que arropa, arrulla, pero no pesa. Y, ya de lejos, cuando aún no había entrado en Belén, su pueblo, vio como se acercaba corriendo Sama, su hermano. Extrañado, se acercó a ver qué quería.

Aquello sí que no se lo esperaba. Había llegado Samuel, profeta de Dios y Juez de Israel, él fue quien ungió como rey a Saúl, el actual monarca. Y este gran hombre, había ido a su casa a ofrecer sacrificios a Dios, era todo demasiado extraño.

Cuando llegaron a su casa, vieron cómo el revuelo se había extendido por todo el pueblo, era normal, no todos los días se tenía a una personalidad tan importante en la pequeña y desconocida Belén. Casi todo el pueblo estaba pendiente de lo que ocurría en la pequeña plaza que estaba frente a su casa. Allí, Samuel, con la ayuda de Isaí y sus hijos, estaban construyendo un altar de piedras para ofrecer un holocausto a Adonai. Cuando se estaban acercando, vio cómo su padre se acercó a Samuel y le introducía a su hijo pequeño, mientras le señalaba. Samuel se volvió y lo miró. Aquella mirada se quedó marcada en la mente del muchacho. Aquel personaje tan imponente, tan poderoso, envuelto en una capa tal de misticismo, sonrió profundamente al ver al chico, su cara expresaba una satisfacción abrumadora, recibió al pequeño con los brazos abiertos, gesto poco habitual en el anciano profeta, que de hecho, no era conocido por sus muestras de afecto, precisamente. El pequeño, amedrentado, se dejó abrazar sin saber muy bien qué ocurría allí. Entonces, Samuel se volvió a Isaí y le dijo: “Isaí, este es. Me ha hablado El Señor y me lo ha confirmado, tu hijo pequeño será el próximo rey.” Ese mismo día, David fue ungido como rey sobre toda Israel, Un chico de 12 años sustituiría al poderoso Saúl.

Y ahora allí estaba, acorralado por aquel a quien se suponía que debía sustituir en el trono, después de haber salvado a la nación, después de calmar al orgulloso rey con su habilidad y su música. Nada en su mente le hacía ver que aquello pudiera tener algún sentido. Dios se estaba burlando de él, en ese momento, parecía la opción más lógica, si no, no lograba ver el sentido de todo aquello. Los hombres que le acompañaban tenían hambre, así que decidió parar en Nob, a ver al sumo sacerdote Ahimelec, allí podrían comer pan y, quién sabe, quizá encontrar alguna respuesta a estas cuestiones que lo atormentaban.

Ya de lejos, el sumo sacerdote les vio. Llevaba el atuendo merecido a su cargo, con el efod con las doce piedras preciosas, la túnica, la corona de oro. Él era el encargado de velar porque la maquinaria de sacrificios a Dios nunca cesase, y que fuera del agrado del Altísimo. Su tarea era cubrir los pecados de su pueblo, mantener a Israel en paz con Dios. Salió a su encuentro, extrañado. Ahimelec conocía a David, y le conocía por ir acompañando a Saúl o a Jonatán, el príncipe, en alguna misión o a alguna batalla contra los filisteos, y obviamente, no le había visto con aquella pinta de moribundo. Los acompañó adentro sin hablarles, cruzaron entre el resto de los sacerdotes y la gente que había llegado para ofrecer sacrificios. Una vez estuvieron con un mínimo de intimidad, les habló.

-¿Cómo vienes tú solo, y nadie contigo? - La sequedad del sacerdote no pilló de improviso a David.

-Vengo en una misión secreta del rey, él me ordenó que nadie lo supiera. Y he pasado por aquí para ver si tienes algo que comer para mi y para mis criados, con algo de pan sería suficiente.

-No tengo pan normal, David. - Ahimelec bajó el tono de voz y miró para que nadie le escuchase excepto el joven. - Pero si me garantizas que tú y tus hombres venís puros y no habéis tocado mujer en los últimos días, puedo daros algo del pan sagrado de las ofrendas.

-Puedo garantizarlo, Ahimelec, mis acompañantes y yo no hemos visto siquiera mujer desde que salimos de palacio, de hecho, incluso allí estos chicos son santos.

El sacerdote sonrió y se dio la vuelta para ir a por los panes. Entonces David vio a Doeg, el edomita, uno de los principales de su enemigo, Saúl. Se agachó de repente y hizo aspavientos a sus hombres para que se escondieran. Cuando vio que se acercaba Ahimelec, se ocultó detrás de una cortina para que no le viera Doeg, mientras intentaba aparentar normalidad delante del sacerdote. Éste venía con una bandeja con 5 panes encima, ya solamente del olor, se le hacía la boca agua, pero ahora era otra la prioridad.

Tuvimos que salir rápidamente de la presencia de Saúl porque la orden que nos dio era muy urgente, así que no tuvimos ocasión de coger nuestras armas, ¿no tienes una lanza o una espada que pueda sernos útil?

-Esta casa no es casa de guerra, sino de paz. - El sacerdote volvió a bajar la voz y a mirar alrededor para que nadie les escuchara. - De todas maneras, tengo guardada la espada de Goliat, el gigante filisteo, a quien diste muerte en el valle de Ela.

Seguramente, si David tuviera que elegir un día en su vida como el más importante, ese sin duda fue aquel. Sus hermanos estaban en la guerra, contra los filisteos. Su padre le ordenó que fuera a llevarles comida y otras cosas que iban a necesitar. Y según estaba acercándose al campamento, escuchó desde el otro lado del valle una voz atronadora. Profería insultos contra Israel y contra Dios, y retaba a un judío para que fuera a batirse contra él. David se indignó, no podía entender cómo un hombre pudiera insultar al Dios de Israel, delante de todo su ejército y vivir para contarlo. Le preguntó a un soldado que vio por allí la razón por la que nadie había aceptado su reto, nadie podía insultar a Dios y seguir respirando.

-Nadie con dos dedos de frente querría enfrentarse a Goliat, niño. Tú no has visto a ese gigante de cerca, podría aplastarte solamente con pisarte. Si eres tan valiente, podrías ir tú mismo a matarle.

David sabía que él podía vencer a aquel hombre. Era muy fuerte, era un gigante, era temible, sí. Pero era un blasfemo, un enemigo de Dios, y él era el futuro rey, el ungido, el elegido por Dios. La elección estaba clara, lucharía con Goliat.

Que una piedra en la frente acabara con el enorme adversario era algo que nadie hubiera esperado. Ni siquiera dio tiempo al gigante a sacar su espada de la vaina. Cuando el filisteo estaba ya en el suelo, inmóvil, David agarró la espada y se la clavó en el pecho, lo había hecho. Había limpiado el nombre de su pueblo, de su Dios. Entonces el ejército de Israel salió de su campamento, celebrando, corriendo hacia el campamento de los filisteos al otro lado del valle. Esta batalla estaba ganada. 

Pero, entre la algarabía, se quedó mirando fijamente a la espada. Era muy extraña. Era una espada negra, nunca había visto una espada tan negra, tan brillante. Parecía como si el poder fluyera por su hoja. Cuando la empuñaba, se sentía invencible, parecía como si aquella espada le pudiera conceder todo aquello que quisiera. Quería aquella espada para sí, sería su premio por derrotar a tan formidable enemigo. 

Durante la celebración, se cantaba un cántico que a David le encantaba, le hacía sentir más cerca del trono, pero en realidad fue su sentencia de muerte. “Saúl mató a sus miles, David a sus diez miles” coreaba la gente a su paso. David estaba contentísimo, la satisfacción le salía por las orejas. Pero Saúl comenzó a pensar, aquel chiquillo podría llegar a hacerse demasiado famoso, él ya no contaba con el favor de Dios, y el joven sí. Podría pensar en robarle el trono, y eso no lo podría permitir, antes mataría al elegido de Dios. Para colmo de males, Samuel prefirió que aquella espada, la hoja negra de Goliat, permaneciera en Nod, en la casa del sumo sacerdote, como una ofrenda a Dios por aquella victoria.

Y dijo David – Ninguna espada como ella, dámela. - Mientras a su mente llegaban todas las respuestas que buscaba, y vislumbraba, al fin, después de tantos años, el camino hacia el trono prometido abierto, más abierto que nunca. Aquella espada garantizaría su supervivencia, y le daría todo aquello que soñara. Después de un tiempo con ella, contemplando su belleza, su delicadeza, y al mismo tiempo su poder, su misticismo, su profundidad, le llamó "La Rosa de Sharón", porque no había nada más bello, más valioso, más preciado que una rosa negra del valle de Sharón.

2 comentarios:

Ester Del Pozo dijo...

Te he concedido un premio, pasate por mi blog para recibirlo!!

felicidadees!

:DD

romi dijo...

Hola Miguel, pasaba a saludarte, te saludo desde Buenos Aires,Argentina, encontré tu blog visitando amigos.

Saludos

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