Los gritos y la algarabía aún
resonaban en su mente, recordando el pasado glorioso, mientras en los
poros de su piel y en las gotas de su sudor atronaba con fuerza el
duro presente. Parecía como si todo se fuera derrumbando cuando
mejor estaba, en lo mejor de su vida.
Ahora el sol imponente quemaba la piel
que antaño vistió delicadas telas de lino, ahora el estómago que
se llenó del mejor vino y de los mayores manjares de la mesa del rey
rugía de hambre, ahora aquellas piernas que montaron los regios corceles caminaban sin apenas fuerzas por entre las afiladas piedras
del desierto. Pero aquello no era lo peor de todo, lo peor era que
después de ver cómo una nación entera le aclamaba incluso por
encima del rey, ahora era un proscrito, ahora debía huir para salvar
su vida. Ahora le parecía una broma aquello que ocurrió hacía ya
casi 10 años, cuando aún era un muchacho, un pequeño pastor, hijo
menor de ocho, que pasaba su tiempo libre en el campo tocando el arpa
y entonando bellos cantos en medio de un paisaje bucólico.
Fue una soleada tarde de primavera, él
regresaba de los campos con las ovejas de Isaí, su padre. Estaba
contento, siempre lo estaba cuando le bañaba el agradable calor del
sol cuando aún no aprieta demasiado, le parecía como una mullida
manta de lana, una que arropa, arrulla, pero no pesa. Y, ya de lejos,
cuando aún no había entrado en Belén, su pueblo, vio como se
acercaba corriendo Sama, su hermano. Extrañado, se acercó a ver qué
quería.
Aquello sí que no se lo esperaba.
Había llegado Samuel, profeta de Dios y Juez de Israel, él fue
quien ungió como rey a Saúl, el actual monarca. Y este gran hombre,
había ido a su casa a ofrecer sacrificios a Dios, era todo demasiado
extraño.
Cuando llegaron a su casa, vieron cómo
el revuelo se había extendido por todo el pueblo, era normal, no
todos los días se tenía a una personalidad tan importante en la
pequeña y desconocida Belén. Casi todo el pueblo estaba pendiente
de lo que ocurría en la pequeña plaza que estaba frente a su casa.
Allí, Samuel, con la ayuda de Isaí y sus hijos, estaban
construyendo un altar de piedras para ofrecer un holocausto a Adonai.
Cuando se estaban acercando, vio cómo su padre se acercó a Samuel y
le introducía a su hijo pequeño, mientras le señalaba. Samuel se
volvió y lo miró. Aquella mirada se quedó marcada en la mente del
muchacho. Aquel personaje tan imponente, tan poderoso, envuelto en
una capa tal de misticismo, sonrió profundamente al ver al chico, su
cara expresaba una satisfacción abrumadora, recibió al pequeño con
los brazos abiertos, gesto poco habitual en el anciano profeta, que
de hecho, no era conocido por sus muestras de afecto, precisamente. El
pequeño, amedrentado, se dejó abrazar sin saber muy bien qué
ocurría allí. Entonces, Samuel se volvió a Isaí y le dijo: “Isaí,
este es. Me ha hablado El Señor y me lo ha confirmado, tu hijo
pequeño será el próximo rey.” Ese mismo día, David fue ungido
como rey sobre toda Israel, Un chico de 12 años sustituiría al
poderoso Saúl.
Y ahora allí estaba, acorralado por
aquel a quien se suponía que debía sustituir en el trono, después
de haber salvado a la nación, después de calmar al orgulloso rey
con su habilidad y su música. Nada en su mente le hacía ver que aquello
pudiera tener algún sentido. Dios se estaba burlando de él, en ese
momento, parecía la opción más lógica, si no, no lograba ver el
sentido de todo aquello. Los hombres que le acompañaban tenían
hambre, así que decidió parar en Nob, a ver al sumo sacerdote
Ahimelec, allí podrían comer pan y, quién sabe, quizá encontrar
alguna respuesta a estas cuestiones que lo atormentaban.
Ya de lejos, el sumo sacerdote les vio.
Llevaba el atuendo merecido a su cargo, con el efod con las doce
piedras preciosas, la túnica, la corona de oro. Él era el encargado
de velar porque la maquinaria de sacrificios a Dios nunca cesase, y
que fuera del agrado del Altísimo. Su tarea era cubrir los pecados
de su pueblo, mantener a Israel en paz con Dios. Salió a su
encuentro, extrañado. Ahimelec conocía a David, y le conocía por
ir acompañando a Saúl o a Jonatán, el príncipe, en alguna misión
o a alguna batalla contra los filisteos, y obviamente, no le había
visto con aquella pinta de moribundo. Los acompañó adentro sin
hablarles, cruzaron entre el resto de los sacerdotes y la gente que
había llegado para ofrecer sacrificios. Una vez estuvieron con un
mínimo de intimidad, les habló.
-¿Cómo vienes tú solo, y nadie
contigo? - La sequedad del sacerdote no pilló de improviso a David.
-Vengo en una misión secreta del rey,
él me ordenó que nadie lo supiera. Y he pasado por aquí para ver
si tienes algo que comer para mi y para mis criados, con algo de pan
sería suficiente.
-No tengo pan normal, David. - Ahimelec
bajó el tono de voz y miró para que nadie le escuchase excepto el
joven. - Pero si me garantizas que tú y tus hombres venís puros y
no habéis tocado mujer en los últimos días, puedo daros algo del
pan sagrado de las ofrendas.
-Puedo garantizarlo, Ahimelec, mis
acompañantes y yo no hemos visto siquiera mujer desde que salimos de
palacio, de hecho, incluso allí estos chicos son santos.
El sacerdote sonrió y se dio la vuelta
para ir a por los panes. Entonces David vio a Doeg, el edomita, uno
de los principales de su enemigo, Saúl. Se agachó de repente y hizo
aspavientos a sus hombres para que se escondieran. Cuando vio que se
acercaba Ahimelec, se ocultó detrás de una cortina para que no le
viera Doeg, mientras intentaba aparentar normalidad delante del
sacerdote. Éste venía con una bandeja con 5 panes encima, ya
solamente del olor, se le hacía la boca agua, pero ahora era otra la
prioridad.
Tuvimos que salir rápidamente de la
presencia de Saúl porque la orden que nos dio era muy urgente, así
que no tuvimos ocasión de coger nuestras armas, ¿no tienes una
lanza o una espada que pueda sernos útil?
-Esta casa no es casa de guerra, sino
de paz. - El sacerdote volvió a bajar la voz y a mirar alrededor
para que nadie les escuchara. - De todas maneras, tengo guardada la
espada de Goliat, el gigante filisteo, a quien diste muerte en el
valle de Ela.
Seguramente, si David tuviera que
elegir un día en su vida como el más importante, ese sin duda fue
aquel. Sus hermanos estaban en la guerra, contra los filisteos. Su
padre le ordenó que fuera a llevarles comida y otras cosas que iban
a necesitar. Y según estaba acercándose al campamento, escuchó
desde el otro lado del valle una voz atronadora. Profería insultos
contra Israel y contra Dios, y retaba a un judío para que fuera a
batirse contra él. David se indignó, no podía entender cómo un
hombre pudiera insultar al Dios de Israel, delante de todo su
ejército y vivir para contarlo. Le preguntó a un soldado que vio por
allí la razón por la que nadie había aceptado su reto, nadie podía
insultar a Dios y seguir respirando.
-Nadie con dos dedos de frente querría
enfrentarse a Goliat, niño. Tú no has visto a ese gigante de cerca,
podría aplastarte solamente con pisarte. Si eres tan valiente,
podrías ir tú mismo a matarle.
David sabía que él podía vencer a
aquel hombre. Era muy fuerte, era un gigante, era temible, sí. Pero
era un blasfemo, un enemigo de Dios, y él era el futuro rey, el
ungido, el elegido por Dios. La elección estaba clara, lucharía con
Goliat.
Que una piedra en la frente acabara con
el enorme adversario era algo que nadie hubiera esperado. Ni siquiera
dio tiempo al gigante a sacar su espada de la vaina. Cuando el
filisteo estaba ya en el suelo, inmóvil, David agarró la espada y
se la clavó en el pecho, lo había hecho. Había limpiado el nombre
de su pueblo, de su Dios. Entonces el ejército de Israel salió de
su campamento, celebrando, corriendo hacia el campamento de los
filisteos al otro lado del valle. Esta batalla estaba ganada.
Pero,
entre la algarabía, se quedó mirando fijamente a la espada. Era muy
extraña. Era una espada negra, nunca había visto una espada tan
negra, tan brillante. Parecía como si el poder fluyera por su hoja.
Cuando la empuñaba, se sentía invencible, parecía como si aquella
espada le pudiera conceder todo aquello que quisiera. Quería aquella
espada para sí, sería su premio por derrotar a tan formidable
enemigo.
Durante la celebración, se cantaba un cántico que a David
le encantaba, le hacía sentir más cerca del trono, pero en realidad
fue su sentencia de muerte. “Saúl mató a sus miles, David a sus
diez miles” coreaba la gente a su paso. David estaba contentísimo,
la satisfacción le salía por las orejas. Pero Saúl comenzó a
pensar, aquel chiquillo podría llegar a hacerse demasiado famoso, él
ya no contaba con el favor de Dios, y el joven sí. Podría pensar en
robarle el trono, y eso no lo podría permitir, antes mataría al
elegido de Dios. Para colmo de males, Samuel prefirió que aquella
espada, la hoja negra de Goliat, permaneciera en Nod, en la casa del
sumo sacerdote, como una ofrenda a Dios por aquella victoria.
Y dijo David – Ninguna espada como
ella, dámela. - Mientras a su mente llegaban todas las respuestas que buscaba, y vislumbraba, al fin, después de tantos años, el camino hacia el trono prometido abierto, más abierto que nunca. Aquella espada garantizaría su supervivencia, y le daría todo aquello que soñara. Después de un tiempo con ella, contemplando su belleza, su delicadeza, y al mismo tiempo su poder, su misticismo, su profundidad, le llamó "La Rosa de Sharón", porque no había nada más bello, más valioso, más preciado que una rosa negra del valle de Sharón.
2 comentarios:
Te he concedido un premio, pasate por mi blog para recibirlo!!
felicidadees!
:DD
Hola Miguel, pasaba a saludarte, te saludo desde Buenos Aires,Argentina, encontré tu blog visitando amigos.
Saludos
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