El otro día estaba viendo un documental acerca de las
posibles razones por las que de cada vez hay menos abejas, cosa que ponía en
seria dificultad incluso nuestra propia supervivencia. Hay diferentes hipótesis
acerca de cual podría ser la razón por la que cada vez estos animales tienen
menos fuerza, producen menos miel, tienen menos descendencia y, en definitiva,
están desapareciendo a pasos agigantados. Decían que como siguiera este nivel
de desaparición de estos insectos, habrían desaparecido completamente de
Estados Unidos en 2035. Hay un mal que está destruyendo a las abejas, un mal
que no se logra identificar, mucho menos atacar.
Entre los humanos también tenemos un mal que nos está
destruyendo. Un mal que bien podría aniquilarnos en algún momento. Y no estoy
hablando de la crisis ni del euribor, ni siquiera del referéndum de Grecia. Estoy
hablando de algo mucho más serio, mucho más perjudicial y mucho más
destructivo, aunque pueda parecer una broma. Estoy hablando del pecado.
Incluso aunque no seamos conscientes de lo que esto
significa, el principal mal del que se aqueja la humanidad es el pecado. Es
como una enfermedad a la que estamos sentenciados desde que nacemos y que nos
destruye, no solamente a nuestros cuerpos, sino también a nuestros corazones,
lo que hace que, a su vez, nos destruyamos unos a otros.
Está claro que casi nadie de entre vosotros reconoceréis el
peligro del pecado, básicamente porque no es algo medible, no es algo tangible,
aunque lo sean sus consecuencias. Esto es lo más peligroso, el peor mal es
aquel que nadie ve, que actúa con total impunidad. Y sumado a su sutileza, está
su gravedad. Es tan grave que lleva irremediablemente a la muerte.
Voy a explicar un poco a qué es debida esta gravedad.
Vamos a imaginarnos que estamos en el ejército, somos
soldados de aquellos sin galones ni glorias. Entonces, en una trifulca con un
compañero en la cantina, le damos un puñetazo. Ha sido algo malo que hemos
hecho, pero tampoco es nada digno de mucha atención. Como mucho, se formará un
corrillo de gente caldeando los ánimos y nos iremos los dos con algún moratón
para casa y quizá un labio roto. Punto. Vamos a ponerle a esto que hemos hecho
una calificación uno en nuestra escala.
Ahora vamos a cambiar este caso por otro un poco diferente. En
lugar de darle el puñetazo al soldadito compañero, se lo damos a un oficial. Entonces
la cosa cambia un poco, los militares lo sabrán de sobra. No se formará corro
de gente animosa con la pelea, es más, la gente no tendrá ninguna gana de
animarte. Esto es más grave que el caso anterior, probablemente pasarás una
buena temporada a la sombra arrestado y haciendo algún que otro trabajito que
no te gusta. Vamos a ponerle a esto que hemos hecho una calificación de cinco
en nuestra escala.
Con el ánimo de rizar un poco más el rizo, vamos a
plantearnos ahora que al que le arreas con todas tus fuerzas es tu general. No
conozco cuales serían las consecuencias en este caso, pero seguramente no serían
nada graciosas para ti si tuvieras esta ocurrencia. Vamos a ponerle a esto que
hemos hecho una calificación de treinta en nuestra escala.
Y, ¿cuáles serían las consecuencias si este puñetazo se lo
pegásemos al rey? Seguramente iríamos a la cárcel, tendríamos alguna multa
millonaria y no sé cuantas cosas más. Vamos a ponerle a esto que hemos hecho
una calificación de sesenta en nuestra escala.
Cuanto mayor es el rango de aquel al que estamos agrediendo,
mayor es la consecuencia, esto es así. Pues bien, el pecar no es decirle una mentirijilla
a mi novia, o insultar a mi compañero de trabajo, ni siquiera es dar un
puñetazo al rey o matar a una niña. Cada cosa tiene su debida gravedad. Pecar
es insultar a Dios, pecar es escupir a la cara de aquel que permite que
respires a diario, pecar es dar ese puñetazo a la mayor autoridad del universo.
Le podríamos poner a esto que hemos hecho una calificación de infinito en
nuestra escala.
Cuanto mayor es el mal, mayores son las consecuencias. Así que un mal infinito, justamente, requiere de unas consecuencias infinitas.
Por esto precisamente no logro entender la clasificación de
pecados en cuanto a cuales son más graves que otros. Todos los pecados son
igualmente graves, todos tienen eterna e infinita gravedad. Si multiplicas uno
por infinito, el resultado es el mismo que multiplicar mil por infinito.
Así que, cada vez que faltamos a la santidad de Dios con
alguna de nuestras actitudes, mintiendo, insultando, robando, o lo que sea que
sabemos que contradice lo que debe ser, estamos incurriendo en el pecado,
estamos escupiendo en la cara del creador y justamente las consecuencias deben
ser tan eternas e infinitas como aquel a quien hemos faltado.
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