lunes, 21 de noviembre de 2011

La Gran Vía


Fernando estaba sentado en su despacho, detrás de su imponente mesa de nogal, refinadamente tallada. Detrás, estaban colgados algunos cuadros carísimos que había comprado en pujas a las que solía acudir para adquirir las nuevas tendencias del arte. Su despacho estaba situado en pleno centro de Madrid, en la Gran Vía.

Era el dueño de una de las empresas que más habían crecido en medio de la crisis internacional que asola los mercados. El negocio en Internet va viento en popa, sobre todo aquellos que prometen ganancias fáciles con solo un golpe de suerte, y de eso se había aprovechado Fernando. Una casa de apuestas en Internet había multiplicado las cifras de su cuenta bancaria, sus ceros habían crecido como la espuma. Entonces, con sus cuentas subiendo vertiginosamente, se sintió capacitado para comenzar a invertir en bolsa, quería llegar a ser uno de aquellos hombres que decidían cosas realmente importantes. Llevaba 2 años confiando sus abultados ahorros al oleaje de las compras, las ventas y las primas de riesgo, hasta ahora le había ido bien.

Pero aquella mañana le llamaron, era su inversor. El caso es que aquella empresa lituana en que había invertido medio millón de euros había quebrado. Nunca se había encontrado en una situación como aquella. No lo entendía, dos meses atrás, cuando hizo esa inversión, aconsejado por alguien que presumiblemente entendía mucho del tema, parecía una ganancia segura, un mero trámite. Pero el caso es que todo se había desmoronado a marchas forzadas, sin tener tiempo a reaccionar. Fernando estaba furioso, hablaba con aquel que le había hecho perder una barbaridad de millones de las antiguas pesetas, no tenía excusa, le pagaba para ganar dinero y resulta que lo estaba perdiendo. El pobre hombre que se encontraba al otro lado del aparato trataba de excusarse y pedir perdón, aseguraba que no volvería a pasar y le proponía otras posibles inversiones interesantes.

El todopoderoso ricachón, se sentía vulnerable por primera vez en mucho tiempo. Se levantó y se encaminó a la ventana mientras seguía hablando por el teléfono. Se quedó mirando al precioso edificio de enfrente mientras trataba de ignorar las excusas de su inversor. Ahora solo estaba centrado en su rabia. Él había perdido dinero por la incompetencia de aquel hombre, cuando llegara a su casa, tendría que explicar a su mujer cómo había tirado por el retrete más de 80 millones de pesetas. Seguramente ella se enfadaría también. Ese hombre merecía ser despedido, ninguna excusa es válida. Cuando uno cobra una millonada por hacer algo, y resulta que hace lo contrario, merece ser castigado. En ese momento, si hubiera tenido delante a aquel incompetente, le habría matado.

Entonces, mientras miraba una ventana del edificio que tenía delante, observando la chica que allí trabajaba, notó un pequeño palpitar en la joven. No le extrañó demasiado, estaba acostumbrado a ver aquellas imágenes palpitantes cuando estaba furioso. Se podía imaginar perfectamente la sangre regando hasta lo más profundo de sus ojos, y que ahora era consciente, no como normalmente. Seguramente era consciente porque ahora, al estar enfadado, la sangre corría con más fuerza por su cuerpo, empujada por su corazón. Entonces su mente comenzó a volar libre mientras la voz de su empleado proseguía en su ardua tarea de dar excusas ante tal pifia.

Aquel palpitar en la visión le recordó algo muy importante. La sangre seguía fluyendo por sus venas. Su corazón seguía latiendo. El complicadísimo mecanismo que le mantenía con vida continuaba funcionando como un reloj. Pero esto le llevó mucho más allá. Estaba respirando, lo que no solamente significaba que tenía fosas nasales, pulmones y todo lo necesario para conseguir oxígeno del aire, sino que además existía el aire, con una composición muy precisa, perfecta para que nosotros, al respirar, obtuviéramos lo que necesitamos de él. En este momento estaba haciendo la digestión, lo que no solamente significa que pudiera hacerlo de manera interna, sino que tenía una serie de alimentos para llevarse a la boca. La gravedad le permitía estar ahí, mirando por la ventana, de hecho la gravedad mantenía allí ese edificio que lo albergaba. También tiene relación con esa gravedad, la atmósfera que lo mantenía a salvo de los peligros que vienen del espacio exterior.

Estaba tan pendiente de sus millones que ni siquiera había tomado en cuenta todas las condiciones que eran necesarias para su supervivencia. Llevaba tanto tiempo mirándose el ombligo que no había sido consciente nunca que, no solamente ni siquiera dependía de sí mismo para su supervivencia. Es más, aquello le llevó directamente a pensar que si algo tenía, era porque se lo habían dado. Que nada le pertenecía por su propio trabajo. Había tenido suerte en montar su pequeño negocio, que le había dado muchas ganancias, muy en parte gracias a los profesionales que habían pasado por él. Las primeras inversiones en bolsa habían sido prácticamente con los ojos vendados, no entendía bien cómo funcionaba ese mundo por aquel entonces. En cambio todo le había ido bien. En el banco, su fortuna sobrepasaba con creces los 5 millones de euros, en cambio, se estaba poniendo como una furia por haber perdido medio. Medio millón que, de hecho, ni siquiera necesitaba. Todo lo que había obtenido había sido por tener las oportunidades, la suerte, la salud necesaria y el apoyo debido de su familia y de la gente con que se había rodeado.

Al fin, mientras escuchaba las propuestas para recuperar ese dinero que le hacía su inversor, Fernando tuvo que aceptar, mientras las lágrimas comenzaban a asomar por su rostro, que si algo tiene es de prestado. Que tenía más que lo necesita y, desde luego, más de lo que merece. Que debe estar muy agradecido por su situación. Que no tiene ningún derecho para pensar mal contra aquel hombre que, desesperado, solamente trataba de hacer lo que sabía lo mejor posible.

En ese momento decidió que no volvería a cegarse con su éxito, que el dinero no volvería a negarle la realidad.

Que era un buen momento para comenzar a dar gracias a Dios, para ayudar a los que lo más lo necesitaban y no habían tenido tanta suerte como él y que esa misma noche invitaría a su mujer a cenar.

1 comentario:

Ricardette dijo...

a veces el éxito nos venda los ojos...y nos olvidamos de todo cuanto nos rodea y nos hace realmente grandes.

Un abrazo!

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