Fernando estaba sentado en su despacho,
detrás de su imponente mesa de nogal, refinadamente tallada. Detrás,
estaban colgados algunos cuadros carísimos que había comprado en
pujas a las que solía acudir para adquirir las nuevas tendencias del
arte. Su despacho estaba situado en pleno centro de Madrid, en la
Gran Vía.
Era el dueño de una de las empresas
que más habían crecido en medio de la crisis internacional que
asola los mercados. El negocio en Internet va viento en popa, sobre
todo aquellos que prometen ganancias fáciles con solo un golpe de
suerte, y de eso se había aprovechado Fernando. Una casa de apuestas
en Internet había multiplicado las cifras de su cuenta bancaria, sus
ceros habían crecido como la espuma. Entonces, con sus cuentas
subiendo vertiginosamente, se sintió capacitado para comenzar a
invertir en bolsa, quería llegar a ser uno de aquellos hombres que
decidían cosas realmente importantes. Llevaba 2 años confiando sus
abultados ahorros al oleaje de las compras, las ventas y las primas
de riesgo, hasta ahora le había ido bien.
Pero aquella mañana le llamaron, era
su inversor. El caso es que aquella empresa lituana en que había
invertido medio millón de euros había quebrado. Nunca se había
encontrado en una situación como aquella. No lo entendía, dos meses
atrás, cuando hizo esa inversión, aconsejado por alguien que
presumiblemente entendía mucho del tema, parecía una ganancia
segura, un mero trámite. Pero el caso es que todo se había
desmoronado a marchas forzadas, sin tener tiempo a reaccionar.
Fernando estaba furioso, hablaba con aquel que le había hecho perder
una barbaridad de millones de las antiguas pesetas, no tenía excusa,
le pagaba para ganar dinero y resulta que lo estaba perdiendo. El
pobre hombre que se encontraba al otro lado del aparato trataba de
excusarse y pedir perdón, aseguraba que no volvería a pasar y le
proponía otras posibles inversiones interesantes.
El todopoderoso ricachón, se sentía
vulnerable por primera vez en mucho tiempo. Se levantó y se encaminó
a la ventana mientras seguía hablando por el teléfono. Se quedó
mirando al precioso edificio de enfrente mientras trataba de ignorar
las excusas de su inversor. Ahora solo estaba centrado en su rabia.
Él había perdido dinero por la incompetencia de aquel hombre,
cuando llegara a su casa, tendría que explicar a su mujer cómo
había tirado por el retrete más de 80 millones de pesetas.
Seguramente ella se enfadaría también. Ese hombre merecía ser
despedido, ninguna excusa es válida. Cuando uno cobra una millonada
por hacer algo, y resulta que hace lo contrario, merece ser
castigado. En ese momento, si hubiera tenido delante a aquel
incompetente, le habría matado.
Entonces, mientras miraba una ventana
del edificio que tenía delante, observando la chica que allí
trabajaba, notó un pequeño palpitar en la joven. No le extrañó
demasiado, estaba acostumbrado a ver aquellas imágenes palpitantes
cuando estaba furioso. Se podía imaginar perfectamente la sangre
regando hasta lo más profundo de sus ojos, y que ahora era
consciente, no como normalmente. Seguramente era consciente porque
ahora, al estar enfadado, la sangre corría con más fuerza por su
cuerpo, empujada por su corazón. Entonces su mente comenzó a volar
libre mientras la voz de su empleado proseguía en su ardua tarea de
dar excusas ante tal pifia.
Aquel palpitar en la visión le recordó
algo muy importante. La sangre seguía fluyendo por sus venas. Su
corazón seguía latiendo. El complicadísimo mecanismo que le
mantenía con vida continuaba funcionando como un reloj. Pero esto le
llevó mucho más allá. Estaba respirando, lo que no solamente
significaba que tenía fosas nasales, pulmones y todo lo necesario
para conseguir oxígeno del aire, sino que además existía el aire,
con una composición muy precisa, perfecta para que nosotros, al
respirar, obtuviéramos lo que necesitamos de él. En este momento
estaba haciendo la digestión, lo que no solamente significa que
pudiera hacerlo de manera interna, sino que tenía una serie de
alimentos para llevarse a la boca. La gravedad le permitía estar
ahí, mirando por la ventana, de hecho la gravedad mantenía allí
ese edificio que lo albergaba. También tiene relación con esa
gravedad, la atmósfera que lo mantenía a salvo de los peligros que
vienen del espacio exterior.
Estaba tan pendiente de sus millones
que ni siquiera había tomado en cuenta todas las condiciones que
eran necesarias para su supervivencia. Llevaba tanto tiempo mirándose
el ombligo que no había sido consciente nunca que, no solamente ni
siquiera dependía de sí mismo para su supervivencia. Es más,
aquello le llevó directamente a pensar que si algo tenía, era
porque se lo habían dado. Que nada le pertenecía por su propio
trabajo. Había tenido suerte en montar su pequeño negocio, que le
había dado muchas ganancias, muy en parte gracias a los
profesionales que habían pasado por él. Las primeras inversiones en
bolsa habían sido prácticamente con los ojos vendados, no entendía
bien cómo funcionaba ese mundo por aquel entonces. En cambio todo le
había ido bien. En el banco, su fortuna sobrepasaba con creces los 5
millones de euros, en cambio, se estaba poniendo como una furia por
haber perdido medio. Medio millón que, de hecho, ni siquiera
necesitaba. Todo lo que había obtenido había sido por tener las
oportunidades, la suerte, la salud necesaria y el apoyo debido de su
familia y de la gente con que se había rodeado.
Al fin, mientras escuchaba las
propuestas para recuperar ese dinero que le hacía su inversor,
Fernando tuvo que aceptar, mientras las lágrimas comenzaban a asomar
por su rostro, que si algo tiene es de prestado. Que tenía más que
lo necesita y, desde luego, más de lo que merece. Que debe estar muy
agradecido por su situación. Que no tiene ningún derecho para
pensar mal contra aquel hombre que, desesperado, solamente trataba de
hacer lo que sabía lo mejor posible.
En ese momento decidió que no volvería
a cegarse con su éxito, que el dinero no volvería a negarle la
realidad.
Que era un buen momento para comenzar a
dar gracias a Dios, para ayudar a los que lo más lo necesitaban y no
habían tenido tanta suerte como él y que esa misma noche invitaría
a su mujer a cenar.
1 comentario:
a veces el éxito nos venda los ojos...y nos olvidamos de todo cuanto nos rodea y nos hace realmente grandes.
Un abrazo!
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