La palabra evangelio (en griego, buenas noticias), puede
designar varios conceptos. Uno de ellos es la esencia de las enseñanzas de los
primeros cristianos, que es la evidencia de Jesucristo hecho hombre para morir
por los pecados de la humanidad y resucitar al tercer día; otra acepción de
esta palabra, por extensión, designa a los relatos que nos han llegado acerca
de la vida de este Jesucristo, relatos que podemos separar en dos grupos bien
diferenciados: Los evangelios canónicos y los apócrifos.
Una de las preguntas que se hace mucha gente acerca de los
evangelios, es la razón por la que se hayan incluido en la Biblia los relatos de
Mateo, Marcos, Lucas y Juan, y no se hayan incluido otros. ¿Cuál es la razón?
¿Qué propósito oculto está detrás de la elección de estos cuatro evangelios, y
el desechar otros muchos?
La verdad es que tenemos escritos firmados por estos cuatro
personajes, pero también tenemos de otros muchos que, al menos a priori,
podemos considerar más fidedignos por tratarse de personas que estuvieron más
cerca de Cristo como pueden ser Pedro, Santiago o María Magdalena, incluso el
evangelio de Judas, el discípulo traidor. ¿Qué dirá él a todo esto? ¿No es
cierto que hemos estado juzgándole tan severamente durante dos milenios sin
pararnos a conocer su “versión de los hechos”?
Pues bien, ante todo esto cabe preguntarnos, lo primero de
todo, cuales fueron las conclusiones que llevaron a los primeros cristianos a señalar
unos escritos y desechar otros, cuales fueron los criterios de canonicidad que
impulsaron a dejar definitivamente la
Biblia con estos cuatro evangelios que actualmente tenemos.
Para empezar, tenemos que tener en cuenta que la Iglesia por todo el mundo,
considera y ha considerado como canónicos estos cuatro evangelios desde el
principio. Prueba de ello es que en todos los concilios han estado de acuerdo y
que en fechas tan tempranas como mediados del siglo II, Ireneo, obispo de Lyon,
nombra los cuatro evangelios que tenemos y afirma que son la base del
conocimiento que tenemos de Jesús en su obra Adversus haereses allá por el 185, además, el canon “Muratori”,
fechado a finales del siglo II, ofrece los 4 evangelios (1). Así que podemos
considerar que estos evangelios fueron aceptados por el conjunto de la Iglesia Católica (en su sentido
original, es decir, la Iglesia
completa, mundial) sin problemas y desde el principio. Es decir, practicamente la totalidad de las iglesias y obispos en toda la cristiandad, siempre ha aceptado por norma lo que decían estos cuatro evangelios, y no otros.
Otra de las bases
que pusieron para decidir qué manuscritos eran incluidos en el canon y cuales
no era la autoridad apostólica. Así, tenemos el evangelio de Mateo y el de
Juan, escritos por apóstoles de Cristo, escritos sobre su experiencia de
primera mano y los de Marcos y Lucas, escritos sobre la experiencia de Pedro y Pablo respectivamente. En esto
podemos tener algún problema, pues sí que es verdad que podemos desechar algunos
apócrifos por no tener esa autoridad que tanto buscaban los primeros cristianos
para seleccionar sus escrituras, pero en el caso de otros, tenemos que
reconocer que, en el caso de corresponder a los autores que reclaman los
escritos, nos encontraríamos ante el mismo Pedro o el mismo Santiago, por
ejemplo, los primeros líderes de la
Iglesia y dos de los discípulos más cercanos a Cristo.
Pero
tenemos otro criterio de selección, y es que estén en consonancia con el resto
de La Escritura. Para considerar un escrito como inspirado por el Espíritu
Santo, tenemos que sobreponerlo al resto de la Biblia y asegurarnos que no
nieguen ni contradigan nada de lo ya revelado, así se creó lo que fue llamado la
regla de fe, que no es sino una defensa para tratar de evitar que se
introdujeran nuevos escritos con tendencias heréticas como las que ya deambulaban
por la cristiandad, sobre todo, en aquel tiempo con las sectas gnosticas,
docetistas y platónicas (2). Por ejemplo, el evangelio de Tomás, muy aceptado
en según qué círculos y con mucha consonancia con los evangelios canónicos,
contiene ciertas afirmaciones claramente panteístas, y por ello fue desechado
(3).
Otro criterio que fue desechando “nuevos evangelios” según iban
apareciendo es el de la antigüedad, es decir, si aparecía un nuevo escrito que
reclamaba un espacio entre los cristianos, era desechado automáticamente si
nunca habían oído de él, pues esto significaba que era de nueva producción y de
esta manera, por mucho que estuviera escrito en el manuscrito que su autor era este discípulo de
Jesús o el otro, no podía ser auténtico por cuanto no tenía la antigüedad
suficiente (4). Estos tres criterios ya de por sí liberaban de toda duda la
configuración de los evangelios, pero también se usaron otros argumentos para
el canon del Nuevo Testamento, al que aludiremos próximamente, como puede ser el de la catolicidad (catolicidad, como dije
antes, referido a la universalidad de su validez, no confundir con la Iglesia de Roma).
Algunos fundamentos
que podemos ver hoy para afirmar las evidencias a favor de los 4 evangelios incluidos
en el canon bíblico y no otros los podemos encontrar en los manuscritos que nos
han llegado hasta hoy. Tanto en cuanto a su cantidad como en cuanto a su
calidad, la evidencia en su favor es claramente abrumadora. Aunque otro día
hablaremos de ello más profundamente, el hecho es que no existe una obra en
todo el mundo antiguo que pueda hacerle sombra, ni de una manera remota (5).
Con toda esta evidencia, podemos asegurar que los cuatro evangelios que tenemos son los que deberían estar, podemos entender las razones que llevaron a desechar los relatos que hoy llamamos apócrifos y como veremos más adelante, que las razones por las que tenemos esta Biblia y no otra, no son irrelevantes, vagas o subjetivas, sino que están bien fundamentadas y basadas en la verdad.
(1) Canon de
Muratori: Date and Provenance. E. Ferguson. Studia Patristica.
(2) El canon de la Escritura. F. F. Bruce. Págs. 153 y ss.
(3) El caso de Cristo.
Lee Strobel. Pág. 77.
(4) El canon de la Escritura. F. F. Bruce. Págs. 263.
(5) Fundamentos Inquebrantables .Norman Geisler
& Peter Bocchino. Pág. 256.
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