jueves, 27 de octubre de 2011

Éxodo


No lo entendía. Pero, aunque no lo entendiera, lo aceptaba. Había llegado demasiado lejos como para echarse atrás, además, no tenía ninguna razón para dudar. Desde el principio sabía que el Dios verdadero iba de su parte.

Él ya era un hombre muy mayor, demasiado para la tarea que le había sido encomendada. Aunque era innegable que el pueblo confiaría más en la autoridad de un anciano que en la de un muchacho, el caso es que llevaba muchos años vividos, y aún tenía la impresión de que le quedaba mucho por hacer y por vivir. Tampoco se sentía digno de aquella tarea. Debía guiar al pueblo de Dios a la Tierra prometida, aquella de la que fluye leche y miel. Él. El que se había aprovechado por años de su sufrimiento, el que había vivido con Faraón, el que había tenido la vida de un rey en medio de la esclavitud de sus hermanos, el que había asesinado a sangre fría a un hombre, el anciano al que ya le dolían los huesos. No es que se sintiera indigno e incapacitado para aquella titánica tarea, es que lo era, y lo sabía. Pero cuanto más inválido se sentía, más agradecido y confiado estaba en aquel que los había liberado con tal despliegue de poder. Nadie podía dudar que el mismo Creador los acompañaba. De hecho, lo podían ver, delante del campamento, abriendo el camino, allí estaba. De día era una columna inmensa de humo, pero de noche se hacía aún más espectacular, era una columna de fuego. Disfrutaba contemplando la manera en que los niños más pequeños veían su magnificencia. Solía descansar pensando que aunque él no valiera para aquella tarea, no se trataba de él, sino de aquel que había demostrado sobradamente que sí podía, y que sí quería.

Moisés había sido criado por los egipcios, más aún, por la madre del actual faraón. Ramsé había sido su hermano durante 40 años, hasta que se vio obligado a abandonar la que había sido su tierra huyendo de la justicia por cometer un asesinato. Era judío, eso lo sabía desde que era pequeño. Su madre le salvó milagrosa y desesperadamente de la masacre de niños hebreos que ordenó el entonces faraón, el que después le sería por abuelo.

Todo aquello se lo habían contado, claro. Moisés nada recuerda de su travesía a través del Nilo montado en un pequeño cesto  para llegar al fin a los brazos de su madre egipcia, Batía. Su madre, la hebrea, Iojebed, le amamantó y se hizo cargo de él gracias a su hermana mayor, Miriam. Así que él conocía la historia perfectamente. Y esto era una de las cosas que más le carcomían. El conocía la situación de su pueblo, de su propia familia. Y nada hizo más que aprovecharse de ellos. No solamente en su juventud, como habría sido normal, sino que hasta que no tuvo que huir a los 40 años, no entró en la cuenta de lo que había estado haciendo. El pensaba que aquella posición sobre sus hermanos, todo el poder que ostentaba, sus caros linos, sus caballos, sus carros, sus armaduras, su oro, sus esclavos… pensaba que los tenía por derecho propio, porque si el dios de los hebreos, o alguno de los dioses de los egipcios lo habían querido así, era para que él lo disfrutara, para que lo aprovechara. Moisés pasó cuarenta años pensando que era alguien.

Pero la salida de Egipto fue como un mazazo para su ego, para la concepción que había tenido de la vida hasta ahora. Es triste, pero fue a los 40 años cuando se dio cuenta que no era nada, que no era nadie, que si algo había tenido había sido de prestado, para que lograra un fin y que no había hecho más que aprovecharlo para su sucio beneficio. Y ya no le quedaba nada, solo la amargura y el recuerdo de su estupidez. Pero era demasiado tarde.

Con el tiempo se dio cuenta que no era demasiado tarde, y que hasta las más profundas vilezas pueden ser usadas por el único y auténtico Dios para cosas impresionantes.

En el desierto conoció una familia que le cambió la vida por completo. La familia de Jetro. Ellos adoraban a un solo Dios, al que puso las estrellas en la bóveda celeste, al que se encarga de dar vida a cada planta, al que hace que cada estación llueva, nieve, salga el sol, se ponga. Moisés se unió a ellos al casarse con su hija, Séfora. Comenzó una nueva vida, una completamente diferente de la anterior. Una en la que tenía que preocuparse de los demás y no simplemente aprovecharse de ellos, una en la que tenía que ser responsable de él mismo y de otros, una en la que cualquiera de la familia valía lo mismo que él, una en que para debía trabajar.

Y allí pensó que debía quedarse para siempre. Tenía una familia, tenía una estabilidad, estaba feliz. Pero, nuevamente, se equivocó.

Un día cuidando de las ovejas por los montes, cuando vio detrás de un risco algo que le extrañó demasiado, y así comenzaría lo que fue la experiencia que cambiaría su vida para siempre. Rodeó el risco y se encontró ante una zarza que ardía, pero que no se consumía. Extrañado, Moisés se acercó.

Dios mismo le habló, con voz audible. Incluso le declaró cual era su nombre. Ahora sí que no había ninguna duda. El dios de Jetro, el dios de los hebreos, el auténtico Señor, estaba de su parte. Moisés cambió a partir de aquel momento. Ya rondaba los 80 años, pero se sintió con fuerzas para hacer lo que fuera, por la sencilla razón de que el mismo Dios estaba acompañándole. Pero la labor que le encomendó este dios fue esto que le vino demasiado grande. Aunque quiso excusarse, aunque se propuso desentenderse, Dios no se lo permitió.

Había oído las plegarias de su pueblo. Había visto el sufrimiento al que les sometían los egipcios. Iba a actuar. Y él sería su mano. Dios había hablado, y Moisés debía obedecer. Nunca se arrepintió de hacerlo, pero reconocía que si podía era por la continua ayuda que recibía del Altísimo.

Así que Moisés, 40 años después, y con bastante peor pinta, volvió al lugar que le vio nacer y crecer. Se encontró con el que había sido su hermano, pero que ahora ocupaba el trono, y estaba demasiado cambiado. Aquel con el que había jugado, reído, bailado, bebido… ahora era el gran emperador, adorado como dios. La Espada Negra del Rey, la que le daba todo el poder y llevaba en manos de los monarcas del Nilo desde que los dioses se la entregaron. Y la verdad es que parecía que se lo había terminado por creer. Moisés sabía que sería una insensatez pedirle que dejase ir a su pueblo, pero eran las órdenes que había recibido del auténtico Dios, así que fue lo que hizo.

Lo que vino después, nadie lo habría previsto. Bueno, la parte en que Ramsés rechazó de pleno el dejar irse al pueblo de Israel era previsible, pero lo que aquello conllevó fue lo más impresionante que habían visto los hombres en toda su historia, y llevó a Moisés a dar fe ciega de que aquello iba en serio, que Dios no estaba bromeando.

En un enfrentamiento sin cuartel de los dioses egipcios con el dios hebreo, por medio de 9 plagas, destruyó la credibilidad y el poder de los míticos dioses del Nilo al tiempo que asoló la floreciente tierra. Estas plagas, siempre precedidas por otro ruego de que dejara ir a su pueblo y advertencia sobre las consecuencias de la negativa, fueron como saetas lanzadas contra el corazón de los dioses, una contra cada uno. Hasta que llegó la última, aquella que más le dolía a Moisés, pero que inequívocamente les daría la libertad total.

Solamente quedaba un dios, o alguien que se tenía por ello, por destruir, este era el que fue el hermano de Moisés, el faraón, Ramsés. El Dios que se le presentó en la zarza ardiente, Yahwéh, el que siempre ES, iba a matar al primogénito de aquel que quería robarle su potestad, iba a tomar su vida, acompañada de la vida de todos los primogénitos egipcios para demostrar de una vez por todas ante quién se estaban rebelando.

Les dejó ir, con el dolor de su corazón. Dios fue fiel, usó su poder como nunca antes para rescatar a su pueblo, para cumplir su palabra.

El pueblo estaba de celebración. Durante cientos de años habían sido esclavos, y ahora eran libres, completamente libres. Y no solamente eso, sino que sabían que su dios tenía cuidado de ellos, que era real y que les había prometido una tierra, una en la que por fin podrían vivir tranquilos, cultivar sus vides, criar a sus hijos, construir casas propias. Ahora eran un pueblo rescatado, el Pueblo Elegido.

Ni el mar, ni los enemigos, ni la naturaleza, ni los mismos dioses podrían con aquel pueblo. Si permanecían unidos y confiaban completamente en Dios como hasta entonces, nada tenían que temer. Dios había demostrado ser fiel y lo seguiría siendo por siempre.

Además, Moisés no se había ido de vacío de la presencia de Faraón. La espada negra, la joya de la corona del Nilo, el filo de Dios. Ahora sí que nadie se interpondría entre ellos y la tierra que les había sido prometida. Nada lo haría si eran fieles.

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