Normalmente ningún sistema o
institución nace con intención de hacer mal, de empobrecer, de
hacer daño, de robar o de matar. Lo más lógico es que nazca con
intención de hacer bien, de mejorar algo que estaba corrompido, de
salvar vidas, de conseguir que la situación vaya a mejor de alguna
manera.
Pero, basados en la perversidad humana,
no hay un sistema o una institución que no caiga en la corrupción,
hasta tal punto, que después de un tiempo es prácticamente
irreconocible esa bondad, esa mejora, esa bendición con la que
teóricamente surgió. Y en este sentido tenemos tantos ejemplos como
intentos de cambiar las cosas a lo largo de la historia.
No tenemos más que mirar nuestra
democracia en pañales, que apenas lleva 30 años en funcionamiento,
y ya emana un hedor repugnante. Tenemos una justicia al servicio del
mejor postor. Tenemos una serie de medios de comunicación que se
basan en el adoctrinamiento y atontecimiento de las masas. Tenemos un
sistema económico basado en el aprovechamiento al máximo de los
recursos y de los trabajadores para el beneficio de unos pocos.
Tenemos un bombardeo de publicidad que intoxica todo y a todos.
Y así ha sido siempre, todo en lo que
metemos las narices, acaba por pudrirse.
A veces pienso en cómo sería la
primera iglesia, aquella perseguida por los romanos. Seguramente
tendría muchísimos errores, pero pienso que si a alguno de aquellos
valientes se les mostrara por una ventanita el oro, las joyas, las
obras de arte, la grandeza artificial y superficial en lo que se ha
convertido, no se lo creería. O si pudiera ver por un momento uno de
esos programas “cristianos” de televisión en que no hacen más
que pedir dinero y dar voces proclamando supuestas sanidades
milagrosas se llevaría las manos a la cabeza y pensaría,
sinceramente, y con toda la razón del mundo, que esto se ha
corrompido demasiado.
El lunes de Semana Santa, Jesús se
encontró con un caso bastante parecido a estos. Había una buena
institución, un buen sistema, que había sido corrompido por la
avaricia, por la vaciedad humana. El templo de Jerusalén, donde se
supone que los judíos podían ir a que animales fueran sacrificados
en sustitución por sus pecados ante Dios, se había convertido en un
mercado, en un lugar destinado a ganar dinero exclusivamente. Y
aquello se había corrompido hasta tal punto que ya nadie se daba
cuenta de que eso estaba mal. Jesús mismo llegó a llamarlo “cueva
de ladrones”.
¿Qué hizo Jesús ante tal situación?
Lo que hizo fue indignarse. Puso en
relieve que aquello estaba mal, que no debía seguir así. Y actuó.
Había gente que había desvirtuado lo bueno, y lo había hecho para
su bien, y para el mal de los demás. Se presentó ante los cambistas
y mercaderes, se hizo un látigo de cuerdas, los echó, volcó sus
mesas, liberó a los animales. Actuó con seriedad, con
determinación, con toda la fuerza, actuó de frente, sin ocultar sus
intenciones, dejando claro por qué lo hacía, sin dejar que aquellos
que estaban haciendo el mal continuaran con ello.
Son muchas las cosas que podemos
aprender de su manera de actuar. Pero lo importante es que fue
consciente del hedor de aquello, supo que eso que nació como
algo bueno se había corrompido y ahora era malo; y actuó en
consecuencia.
El mundo está lleno de estas causas.
Por todos lados podemos encontrar mal olor saliendo de sitios que
deberían ser buenos. Y es nuestra responsabilidad el actuar para que
eso cambie.
Y cuando cambie, debemos reconocer cual
es el problema de base. Debemos saber que el hombre es malvado, que
somos malos, que soy malo. Porque el cambio no sirve de nada si no sale del corazón. Por eso precisamente a Jesús no se le recuerda
por acabar con el comercio en el Templo, entre otras cosas porque
seguramente al día siguiente estarían allí los mercaderes de la
misma manera. Jesús no vino a volcar mesas, no vino a denunciar
injusticias, ni a acabar con la corrupción, aunque bien es cierto
que lo hizo. Jesús vino a comenzar una revolución, y como decíamos ayer, no lo hizo de la manera convencional, precisamente porque
quería que fuera una revolución que jamás terminara.
Jesús actuó, sí. Lo hizo con
determinación, con sinceridad y con pasión. Pero siiendo
completamente consciente de que la revolución debía comenzar por
adentro, por el corazón. De lo contrario, al día siguiente, al
volver los mercaderes a sus puestos, todo habría terminado.
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