Derrotados, atemorizados, afligidos, aturdidos. Su fe se había
descompuesto, su esperanza había sido asesinada brutalmente, su vida había
perdido completamente el sentido. Habían dejado sus trabajos para seguir a un
maestro, habían dedicado todas sus vidas y sus esfuerzos a perseguir algo
nuevo, algo diferente, algo que parecía lo más auténtico que habían visto en
sus vidas.
El Mesías, nada menos. Hasta habían llegado a creer que era
el mismo Dios hecho hombre el que había compartido el tiempo, el pan y la
sabiduría con ellos. Las tormentas le habían obedecido, lo habían visto con sus
propios ojos. Con la merienda de un chico, había dado de comer a miles de
personas, y había sobrado aún más de lo que había en un principio. Este Jesús,
había llegado a resucitar a su amigo Lázaro, había sanado a leprosos, a ciegos,
a cojos. Ellos pensaban que siguiendo a este Mesías iban a encontrar la
liberación, iban a triunfar, iban a destruir a los romanos que les oprimían,
iban a ver descender fuego del cielo para eliminar a sus enemigos. Ellos
pensaban que el trono de David iba a ser restituido y que el Hijo del Hombre
reinaría desde Jerusalén. Ellos soñaban con sentarse a la mesa del rey, con ser
los más cercanos a Dios. Incluso en su nombre habían sanado a enfermos, habían
expulsado demonios, habían hecho milagros.
Pero todo se había acabado. Todo era mentira. La grandeza
había caído al infierno con tanta rapidez que ni siquiera habían podido
reaccionar. Cuando su maestro fue prendido, cuando vieron que le golpeaban, que
era entregado a las autoridades. Cuando se encontraron en la encrucijada,
huyeron. No podían hacer otra cosa. Si a él le habían matado, ellos serían los
siguientes en caer.
Todas sus esperanzas estaban ahora en una tumba, listos para la sepultura. Había acabado. Era hora de bajar la cabeza, aceptar la
verdad, volver a tomar la barca, tratar de no pensar y volver al mar a pescar
para sobrevivir procurando no mencionar el tema si querían conservar la cabeza
sobre sus hombros.
Pasado el sabbat, las mujeres fueron a preparar
adecuadamente el cuerpo de Jesús muy de mañana. Había sido puesto en la tumba
apresuradamente porque se acercaba el sábado, el día en que debían reposar, y
estaba totalmente prohibido preparar el cadáver durante este día, así que traían
todo lo necesario para que el cuerpo recibiera la mejor de las sepulturas. Pero
según se acercaban, vieron que algo no andaba del todo bien. La enorme piedra
que tapaba la puerta de la cueva que servía de tumba, había sido movida hacia
un lado. Alguien había robado el cuerpo. Aunque pensaron que no podía ser así,
la verdad es que aún la cosa podía ir más a peor. Cuando llegaron, corriendo,
se confirmaron sus peores miedos. El cuerpo no estaba allí. Alguien había
profanado el cuerpo del maestro. No era posible.
Entonces, un ruido a sus espaldas les hizo girarse. En
cuanto lo vieron, cayeron al suelo de la impresión. Dos varones con ropas
resplandecientes, rodeados de luz y de gloria, estaban allí donde, instantes
antes, no había nada. No tuvieron la menor duda, eran ángeles. María, la madre
del ajusticiado, ya había tenido una experiencia similar cuando Gabriel le
anunció su concepción virginal. - ¿Qué
hacéis aquí? – La potente voz que, aparentemente, aunque no vieron a
ninguno de los varones mover los labios, salió de un ángel, las atemorizó aún más.
- Veníamos a rendir
homenaje y a preparar para la sepultura a Jesús, el hijo de José.
- ¿Por qué buscáis
entre los muertos al que vive? – Las mujeres se miraron incrédulas, no era
posible. – No está aquí, ha resucitado. Acordaos
de lo que os dijo cuando estaba en Galilea, que es necesario que el Hijo del
Hombre sea entregado en manos de pecadores, y que sea crucificado, y que
resucite al tercer día.
Entonces todo cobró sentido. Fue en ese momento cuando la esperanza resucitó como lo había hecho Jesús, y con ella la fe, el futuro que soñaban. El Mesías, el Ungido, aquel que se entregó y fue entregado
para pagar el castigo eterno que merecían, aquel en quien habían depositado
toda su confianza y todas sus esperanzas, había cumplido exactamente lo que ya
les había anunciado que haría, aunque no se hubieran dado cuenta hasta ese
momento. Jesús aún vivió un tiempo con sus amigos, continuó enseñándoles para
lo que vendría, preparándoles, alentándoles.
La cruz es el símbolo del Santo pagando por los malvados, el
símbolo de la justicia satisfecha, de la misericordia derramada. Pero ciertamente
no tendría ningún sentido sin la tumba vacía. La tumba vacía es el símbolo de
la victoria sobre la muerte, es el sello Real puesto sobre la cruz. Es eso que
nos dice que, sin ninguna duda, aquel sacrificio fue aceptado. Que Dios mismo
dijo Está pagado. Es la prueba de que
Jesús dijo la verdad, de que ese sacrificio es a tu favor.
La tumba estuvo vacía ese domingo. La esperanza renovada
cambió las vidas de aquellos hombres atemorizados y escondidos, de esos que
estaban dispuestos a callar y olvidar; y les convirtió en esos otros que
hablaron valientemente, que llegaron al fin del mundo proclamando al Jesús
resucitado, les convirtió en los valientes que cambiaron el mundo, que
inundaron la Tierra
con el amor del que estuvo dispuesto a morir en Getsemaní, les convirtió en los
héroes que desafiaron al peligro, a las críticas, incluso a la muerte. Entre
los cobardes que huían del peligro y los valientes que morían por amar a los
demás hubo un acto crucial, uno que cambiaría el mundo para siempre. Una tumba
vacía.
Y lo mejor de todo es que esa tumba sigue aún hoy en día vacía.
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