Había una vez un conquistador. Era el
hijo del emperador Vespasiano y un brillante general. El gobierno de
su padre había sido insultado y traicionado por los judíos, así
que el gran señor del mundo decidió enviar a su querido hijo para
poner fin al problema.
Los judíos eran un pueblo muy difícil
de controlar. Se negaban a servir al imperio, a servir a sus dioses,
a reconocer la superioridad de Roma. Era un pueblo obstinado, tozudo.
Ya había habido un intento de hacerles entrar en cintura durante el
gobierno de Nerón, pero su muerte interrumpió la purificación.
Pero ahora era el turno del gran
general, del hijo del emperador. Congregó sus ejércitos como un
solo hombre. Destruyó toda oposición, pasó por fuego aldeas,
campos, mató niños, mujeres, dejó viudas a su paso, desolación,
muerte. Hizo justicia con ese pueblo rebelde. Puso sitio a Jerusalén,
sus legiones rodearon la Ciudad de Paz.
Y al fin entró, montado en su enorme
corcel, en su caballo blanco, resplandeciente. Protegido por su
armadura de acero bañado en oro, con piedras preciosas, con su manto
púrpura que indicaba su ascendencia real. Legiones le flanqueaban,
miles de hombres de hierro arrodillaban a las multitudes. La gente se
escondió a su paso, el que no se ocultaba o se arrodillaba, pagaba con su vida. La ciudad ardió hasta sus cimientos. El
Templo de Herodes fue saqueado, destruído, arrasado. No quedó
piedra sobre piedra. Fue una victoria completa.
Este hombre se llamaba Tito Flavio
Sabino Vespasiano, y más adelante sería conocido como Tito,
emperador de Roma. La dura opresión de Judea le dio fama, le
abrió las puertas del imperio.
Había una vez un conquistador. Era el
Hijo del Emperador del Universo y un brillante general. El gobierno
de su Padre había sido insultado y traicionado por todos los
hombres, así que el Gran Señor del mundo decidió enviar a su
querido Hijo para poner fin al problema.
El hombre es un ser muy difícil de
dejarse amar. Se niega a respetar la Ley, a servir a Su Señor, a
reconocer la soberanía suprema. Es un ser obstinado, tozudo. Ya
había habido varios intentos de hacerles ver su error y arrepentirse
en multitud de ocasiones mediante mensajeros, pero les habían
insultado, vejado, incluso les habían dado muerte.
Pero ahora era el turno del Gran
General, el Hijo del Emperador. Se había acercado al hombre, durante
años vivió entre los pobres, los humildes, había enseñado
secretos guardados durante milenios, había sufrido, había reído,
había comido, había llorado. Amó a todos los opositores, pasó por
aldeas sanando a los enfermos, haciendo andar a los cojos, dando
vista a los ciegos, dejó a su paso bendición y bien. Venía a
cumplir la justicia de Su Padre con ese pueblo rebelde. Llegó a
Jerusalén, sus discípulos le acompañaron a la Ciudad de Paz.
Y al fin entró, montado en un humilde
pollino, en un sencillo asno. Vestido con una simple túnica de lana
sin ninguna gloria, sin orgullo alguno. Sus amigos, sus discípulos
le rodeaban, apenas una docena de hombres modestos, insignificantes.
La gente gritaba a su paso. Entusiasmados, tendían sus mantos a los
pies del General y echaban pequeñas ramas de árboles en el camino
que acolchara su paso. Entonaban cantos dándole la bienvenida,
rogando que los salvase, dando gloria a Su Padre. La ciudad fue
testigo del mayor acontecimiento de la historia. La Justicia fue
satisfecha, la rebelión fue sofocada para siempre, el Hijo del
Emperador fue sacrificado para ello. El velo del templo se rasgó, la
separación fue eliminada. Fue una victoria completa.
Este hombre se llamaba Jesús, el hijo
de Dios, y más adelante sería conocido como Jesucristo, Rey de
reyes. La victoria total en la cruz y su resurrección de entre los
muertos le elevaron a lo más alto, abrieron las cadenas de los
hombres y restauraron el camino a Dios, para siempre.
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