Las piezas estaban preparadas, la gran
partida cósmica llegaba a su punto álgido. Millones de ángeles
observaban curiosos, mientras aguardaban órdenes de algún tipo.
Ellos habían sido testigos de toda la vida del Hijo en la Tierra, de
la manera en que habían transcurrido los tres decenios que ya
llevaba Dios mismo encarnado en forma de hombre. Habían recapacitado
sobre cada palabra, sobre cada gesto, sobre cada milagro. Estaban
anonadados, cada día era una lección nueva, y a cada lección se
maravillaban más sobre los planes y la naturaleza de este Dios que
pensaban que conocían y al que habían servido durante miles de
años. Y ahora parecía que todo estaba a punto de cambiar, algo
importante iba a ocurrir, y no querían perdérselo por nada del
mundo. Millones observaban, preparados, boquiabiertos.
Ya había pasado la cena de aquella
pascua. Aquella en que Jesús hizo tan extrañas sentencias que aún
sus discípulos no entendían, aunque poco les faltaba para que
fueran abiertos sus ojos. ...comed este pan que representa mi
cuerpo partido por vosotros...bebed este vino que representa mi
sangre derramada por vuestro bien... haced todo esto para recordarme,
en mi memoria.
Millones de
demonios aguantaban la respiración también. Para ellos esta iba a
ser su oportunidad. Dios mismo se había encarnado al fin. Tras
tantos intentos de impedirlo a lo largo de la historia, su Enemigo
había llegado al fin al corazón de su creación. En eso habían
fallado, no habían podido impedir que naciera, que creciera, que
trasmitiera algunas de sus enseñanzas. Pero hasta aquí habían
llegado. Uno de sus amigos, uno en quien confiaba, se había dejado
seducir por las sombras, y le había entregado. Ya solo era cuestión
de tiempo, el Hijo iba a ser asesinado, el Creador iba a perder la
gran batalla, para siempre. Millones de bocas infernales se relamían
de placer, ya casi podían saborearlo.
Y allí estaba.
Arrodillado. El que había alimentado a las multitudes, sanado a los leprosos y resucitado a los muertos acudía ante su Padre como un niño pequeño. El Gran Señor sabía lo que venía, sabía que tenía
que hacerlo, sabía que debía ser entregado. Hablaba con su Padre,
le rogaba que, si fuera posible, le librase de ese trance. Se sometía
Su voluntad. Sudaba sangre. Sabía que quienes le iban
a prender se acercaban, y que el momento de cumplir aquello para lo
que vino al mundo estaba próximo.
Sus amigos dormían.
Él les había pedido que velasen esa noche con él, pero ellos no lo
entendían, pronto lo harían, pronto todo tomaría sentido. Jesús
podía escuchar los gritos demoníacos cantando victoria. Los ángeles
estaban todos listos, preguntándose por qué no recibían orden
alguna de formar, de proteger al Hijo, de hacer su trabajo. Miles de legiones celestiales preparadas para la batalla, dispuestas a entablar combate en la gran lucha que decidiría el destino de todo. Pero no
llegaba orden alguna, esa noche no podían hacer absolutamente nada
sin permiso del Padre. Todo parecía demasiado extraño.
Y entonces, ya
cuando sus captores, guiados por Judas, ya habían salido de Jerusalén
y se acercaban a él, Jesús hizo una oración. Una súplica que
salió desde lo más profundo de su corazón. La última petición de
Jesús antes de ser sacrificado.
“Pido por aquellos que creerán en
mí por la palabra de estos.”
Pudo
haber pedido por no sufrir, o por ser librado de aquel trance tan
doloroso. Pudo haber pedido por la paz mundial o por la crisis. Pero
no lo hizo. Pidió por mí. Pidió por ti. Pidió por aquellos que
creeríamos en él por las palabras de esos que contarían lo que
allí estaba ocurriendo. Desde lo profundo de su corazón suplicó
que llegase a existir, que aceptase lo que estaba a punto de hacer a
mi favor, que viviese una vida digna de lo que iba a suceder, que contase con el favor del Padre.
Él te
vio a ti. En el huerto de Getsemaní te vio a ti. Y no quería que
estuvieras solo. Él sabe lo que es que los demás conspiren contra
uno, que le abandonen sus amigos, sabe lo que es afrontar lo peor, y
hacerlo solo. Él quería librarse de eso, sabe lo que es estar
separado entre dos deseos, lo que debo hacer y lo que quiero hacer.
Pero, quizá por encima de eso, sabe lo que es rogarle a Dios que
cambie de idea, y escucharle responder dulcemente pero con firmeza:
“No”.
Porque
eso es lo que el Padre responde a Jesús, y él acepta la respuesta.
En algún momento durante esa noche, un ángel se acerca a Jesús a
confortarle, a darle ánimos, a renovar las fuerzas de ese cuerpo
abatido. Y cuando se incorpora, la angustia ya no le daña más, su
puño no se crispa, su corazón deja de luchar.
En ese
momento, en el que las fichas están todas dispuestas, en que ya sus
captores le ven en medio de la noche y se aproximan a él, cuando
tanto los ángeles como los demonios guardan la respiración, la
batalla está ganada. Puede parecer que la batalla se ganó en el
Gólgota, pero no. La batalla final se ganó en Getsemaní, y el
símbolo de la victoria es un Jesús de pie, en paz, aceptando su
destino y viendo con fuerza en sus ojos acercarse las huestes que le
van a prender de manos de su amigo.
Porque
fue en ese huerto donde él tomó la gran decisión. Prefirió ir al
infierno por ti, que ir al cielo sin ti.
Idea
extraída de “Y los ángeles guardaron silencio” de Max Lucado.
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