miércoles, 24 de noviembre de 2010

Nimrod


Pocos años habían pasado desde la gran lluvia que cubrió toda la tierra, Nimrod era el hijo pequeño de Cus, hijo de Cam. A pesar de ser el menor, ya en sus años de juventud, impresionaba a todos por su gran fuerza y agilidad. Ganó fama como uno de los mejores cazadores que habían vivido. Allá por donde iba, era reconocido por todos y apreciado como un héroe, después de todo, la memoria histórica era breve pues el mundo había sido destruido apenas 200 años antes y lo que hubo antes del gran Diluvio ya comenzaba a ser poco más que una leyenda que contaban los más ancianos.

Grande era su fama también como un gran hombre, de un corazón puro y devoción al dios que salvó a su abuelo de su fatal final, y, con ello, a él mismo. Y esto era algo que el mismo Nimrod se negaba a olvidar.

Pero todo cambió el día en que encontró La Rosa. Andaba por una pradera en las tierras de Sharón, dando caza a un león, su piel, sus colmillos y su melena valdrían una fortuna en cualquier mercado. Por todos era conocido que las pieles de los leones vestían a los poderosos, y cuanto mayor fuera la piel y más grande la melena, más poderoso era su portador. Y el león tras el que iba el joven era sencillamente enorme. Pero aquel día, algo no saldría como él pensaba.

Oculto detrás de la maleza, observaba con su arco en mano y la habilidad para el camuflaje propias de un maestro, cómo descansaba la enorme fiera, aseándose con su lengua. Con la maestría que solo dan los años de experiencia, extrajo una flecha de su carcaj y la colocó cuidadosamente en la madera del arco, tensó con fuerza la cuerda mientras apuntaba directamente a la cabeza de la bestia. Pero en el momento en que iba a soltar la flecha, un brillo procedente del suelo le cegó y erró el tiro, la flecha pasó a escasos centímetros de la extensa melena del felino. La luz del sol había rebotado sobre un objeto metálico para entretener al chico. Maldiciendo su suerte, el cazador permaneció totalmente quieto mientras el león se levantaba rápidamente buscando la amenaza que estuvo a punto de matarle. Lentamente se acercó hacia el lugar donde estaba Nimrod, de una manera apenas audible, él también era un cazador experimentado.

Mientras Nimrod extraía su pequeña espada de su vaina observó con el rabillo del ojo qué había sido el causante del destello. Y allí la vio. Semienterrada en la tierra estaba el objeto que sus fieles llegaron a llamar como La Rosa de Sharón, la corona negra del rey Nimrod. Tal fue la impresión que le causó al joven cazador que, completamente ajeno a estar a punto de sufrir un ataque de un león inmenso, de un salto se dirigió hacia el objeto y lo agarró con sus manos mientras el león saltaba hacia su carne con las garras por delante. Aterrizó a apenas un metro de su presa justo en el momento en que Nimrod apresó entre sus dedos la poderosa arma. El león cayó al suelo inmediatamente y pareció hacer una reverencia al joven. El cazador miró a la bestia sin saber bien qué hacer. Estaba impactado. En el momento en que tuvo en su poder La Rosa, el león había caído a sus pies como si fuera su siervo. Orgulloso, Nimrod levantó el arma. Algo en él le decía que desde aquel momento todo cambiaría, absolutamente todo.

Regresó al poblado más cercano sin las pieles ni los colmillos, al menos no con ellos separados de la carne del león. La bestia le acompañaba, manso como un cordero, y así seguiría siendo los años el animal vivió.

Desde aquel día, todo el mundo admiró aún más a Nimrod. Su fama creció más todavía y la gente de todo el mundo escuchó de su nombre. El gran cazador temeroso de Dios, el portador de la corona negra, el bendecido por el gran dios capaz de destruir el mundo con agua. Él mismo se dio cuenta de que cualquier cosa que deseara, todo el mundo se apresuraba a dárselo. Y poco a poco, fue siendo consciente que él debía pastorear a aquella gente, que aquel objeto se lo había entregado Dios para que guiase a los hijos de Noé, que debía liderarlos, a todos los hombres.

Y se entregó en cuerpo y alma a hacerlo, él debía ser la cabeza de toda la humanidad, por derecho divino. Y tenía las armas para hacerlo.

Pero en su corazón algo empezó a cambiar. El poder de la soberanía comenzó a corromper su alma. Empezó por aprovecharse de sus siervos, continuando por aprovecharse de sus siervas en todos los sentidos que su mente fue capaz de concebir, y terminó por ser odiado. Odiado por todos los males que trajo, odiado por usar el sufrimiento de los suyos para satisfacer su grotesco sentido del humor. Y su ambición continuó creciendo. A aquellos poblados o gentes que se negaban a obedecerlo ciegamente los subyugó mediante la violencia y la muerte. Su ego creció tanto que creyó que esta vez ni Dios sería capaz de destronarlo.

Pero en lo profundo de su ser tenía miedo, miedo porque sabía que Dios si que era capaz de aquello. Sabía lo que había hecho en el pasado de labios de su abuelo, sabía que, a los habitantes de la anterior tierra, Dios los castigó por olvidarse de Él, envió tanta agua que todos murieron ahogados. Así que se propuso hacer algo para que aquello no volviera a suceder.

Mandó construir una torre. Una torre tan alta que ningún mar la alcanzara nunca. Una torre tan alta que pudiera llegar al cielo y reclamar su trono junto al del dios de sus ancestros. Y puso a todo el mundo a trabajar en ella.

Construyeron tanto como pudieron, una base absolutamente megalómana para que alcanzara la altura de las nubes, para que ningún ave creada pudiera volar tan alto. La construyeron con ladrillos cocidos, y la cubrieron de brea para que el agua no la impregnara.

Mientras, sus súbditos, comenzaron a organizarse para tramar de qué manera destruirían a aquel enviado de Satanás. No debían permitir que, los que Dios había liberado del gran Diluvio que les contaron sus padres, fueran esclavizados en nombre de ese mismo dios.

Y en pleno apogeo del poder universal de Nimrod, rey del mundo, pusieron en marcha su plan. Aquel sería el primer golpe de estado de la historia, pasara lo que pasara a partir de entonces, gobernase quién gobernase, sería menos malo que aquel tirano.

La base del plan era robarle La Rosa. Una vez no tuviera aquel objeto de poder, Nimrod caería como una piedra al vacío. Y nadie lo lamentaría. Si era necesaria su muerte para lograrlo, no les pesaría. Aquella sí que era sin duda la voluntad de Dios, sin duda alguna. Y de una manera u otra, Dios mismo les ayudaría.

Una tarde, mientras el rey supervisaba la construcción del último piso que habían levantado, al tiempo se abalanzaron sobre él 4 de los obreros más fuertes que trabajaban en la torre, mientras, el resto de los trabajadores redujeron a los soldados que protegían a Nimrod. El plan se desarrollaba según lo previsto, pero aún no le habían robado La Rosa. El rey se puso a dar voces como un loco para que le escucharan el resto de los soldados que estaban en otras estancias.

Con su gran fuerza agarró el objeto con tal ahínco que ni entre los 4 fueron capaces de robárselo. Uno tras otro, los agresores saltaron por los aires empujados por algo más que la fuerza humana, por muy grande que ésta fuera. El resto de los rebeldes presentes, atacaron con sus herramientas y con las armas de los soldados al rey, pero todo ataque parecía inútil. Luchaban contra algo más que un humano, parecía que luchaban contra el mismo demonio. Cada ataque era repelido por Nimrod con una contundencia, determinación, habilidad y potencia que ni entre 100 hombres habrían logrado pasar por encima a aquel destructor. No en vano, él era el rey del mundo.

Un pequeño ejército de soldados reales no tardó en llegar a la sala. La rebelión había fracasado.

“Matadlos a todos, no dejéis a ninguno vivo. Es más, matad también a sus familias y a sus amigos. Y a todos los obreros de esta zona de la torre. No quiero que nadie recuerde esta farsa.” Mientras el gran Nimrod pronunciaba estas palabras, los soldados se miraban unos a otros extrañándose, y no hicieron nada de lo que les ordenó el rey. “¿No me estáis escuchando, sacos de excrementos?” La orden seguía sin ser tomada por los guardias.

Desesperado, Nimrod mató al soldado que tenía más cercano ante la atónita mirada del resto. “¡Escoria humana, os estoy ordenando matar a estos condenados asesinos!” Los rebeldes supervivientes se pusieron de pie, sin saber qué estaba ocurriendo.

Estaban viendo cómo el señor absoluto del mundo intentaba ordenar algo incomprensible a sus hombres, y, al parecer, éstos estaban tan anonadados como ellos. Además de hablar en un lenguaje incomprensible, había atacado a un guardia sin decir nada con sentido. Los demás soldados dieron un paso atrás, temían la ira del soberano, pero eran completamente incapaces de entenderle una sola palabra.

Nimrod fue corriendo donde otro soldado dispuesto para asesinarle, él mismo estaba desesperado, no comprendía porqué razón sus propios hombres, absolutamente fieles hasta ese mismo momento, estaban ignorando su voluntad de una manera tan descarada, y le miraban con esa cara de tontos.

“Gran Rey Nimrod, cese esta atrocidad, ni siquiera somos capaces de entenderle.” Uno de los hombres se adelantó justo antes que el soberano asesinara a sangre fía a otro hombre.

El rey miró al soldado con expresión extrañada. Acababa de vocalizar algo que jamás había oído, incluyendo sonidos que no sabía que pudieran salir de una boca humana. El resto de los soldados y también los rebeldes miraron a aquel hombre con un expresión de extrañeza. Tampoco habían entendido una sola palabra de lo que había dicho.

La ira de Nimrod solo fue en aumento, que se dirigió hacia el guardia que acababa de vocalizar tan extraña combinación de sonidos, éste intentó defenderse sin tener oportunidad alguna. Entonces fue cuando todo se volvió un caos. Uno de los rebeldes gritó “¡Muerte al tirano Nimrod!” mientras que algunos soldados saltaron para intentar matar al soberano y librarse así del funesto final que sin duda les llegaría, otros, fieles al rey y al sustento que abastecía a sus hijos, atacaron a los rebeldes que se intentaron abrir paso para robar La Rosa al rey.

En medio de este tumulto, un pequeño cuchillo de un obrero atravesó la espalda de Nimrod. Un cuchillo usado para cortar cuerdas y pulir ladrillos dio muerte al señor del mundo. Después, el obrero, malherido por la lanza de un soldado, agarró el objeto con la otra mano, levantándolo al cielo en señal de victoria.

Lo que vino después era algo que nadie habría previsto. Extrañamente, el idioma de Noé se había diversificado en docenas de ellos. Por mucho poder que tuviera el nuevo portador de La Rosa, no fue capaz de mantener la unidad que reinó en tiempos de Nimrod. Cada cual encontró a los que hablaban su mismo idioma y buscaron juntos un lugar donde vivir. De esta manera los hombres se dividieron por todo el mundo y fundaron naciones en cada rincón del planeta.

El sueño faraónico de Nimrod y su reinado habían terminado. La Torre de Babel fue abandonada y sus pisos fueron cayendo año tras año, siglo tras siglo hasta ser borrada de la memoria de los hombres. El cazador que soñó ser dios cayó por no poder dar a sus hombres las órdenes más básicas. Al fin y al cabo, aunque por un tiempo fuera el poseedor de La Rosa, Nimrod, solo era un hombre.

El nuevo portador partió encabezando a los hijos de su idioma hacia África, allí fundaría un poderoso imperio que duró miles de años y más tarde sería conocido como Egipto.

martes, 9 de noviembre de 2010

Así termina la vida y comienza la supervivencia


Carta del Jefe Indio Seattle

El Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras. El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y buena voluntad. Apreciamos esta gentileza porque sabemos que poca falta le hace, en cambio, nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos blancos podrán confiar en la vuelta de las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.

¿Cómo podéis comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podríais comprarlos a nosotros? Lo decimos oportunamente. Habeis de saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y la experiencia de mi pueblo. La savia que circula en los árboles porta las memorias del hombre de piel roja.

Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar por entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra porque ella es la madre del hombre de piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas; el venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las praderas, el calor corporal del potrillo y el hombre, todos pertenecen a la misma familia. "Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. El será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por eso consideraremos su oferta de comprar nuestras tierras. Mas, ello no será fácil porque estas tierras son sagradas para nosotros. El agua centelleante que corre por los ríos y esteros no es meramente agua sino la sangre de nuestros antepasados. Si os vendemos estas tierras, tendréis que recordar que ellas son sagradas y deberéis enseñar a vuestros hijos que lo son y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Los ríos son nuestros hermanos, ellos calman nuestra sed. Los ríos llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si os vendemos nuestras tierras, deberéis recordar y enseñar a vuestros hijos que los ríos son nuestros hermanos y hermanos de vosotros; deberéis en adelante dar a los ríos el trato bondadoso que daréis a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que el otro porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermano sino su enemigo. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él las sepulturas de sus padres sin que le importe. Despoja de la tierra a sus hijos sin que le importe. Olvida la sepultura de su padre y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la tierra, y a su hermano el cielo, como si fuesen cosas que se pueden comprar, saquear y vender, como si fuesen corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras sí sólo un desierto.

No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente a la vuestra. La vista de vuestras ciudades hace doler los ojos al hombre de piel roja. Pero quizá sea así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No hay ningún lugar tranquilo en las ciudades del hombre blanco, ningún lugar donde pueda escucharse el desplegarse de las hojas en primavera o el orzar de las alas de un insecto. Pero quizá sea así porque soy un salvaje y no puedo comprender las cosas. El ruido de la ciudad parece insultar los oídos. ¿Y qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna? Soy un hombre de piel roja y no lo comprendo. Los indios preferimos el suave sonido del viento que acaricia la cala del lago y el olor del mismo viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos.

El aire es algo precioso para el hombre de piel roja porque todas las cosas comparten el mismo aliento: el animal, el árbol y el hombre. El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días agonizante, se ha vuelto insensible al hedor. Mas, si os vendemos nuestras tierras, debéis recordar que el aire es precioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con toda la vida que sustenta. Y, si os vendemos nuestras tierras, debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podrá llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores de la pradera.

Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales de estas tierras como hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de conducta. He visto miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que les disparó desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo como el humeante caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo al que sólo matamos para poder vivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales hubiesen desaparecido, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu. Porque todo lo que ocurre a los animales pronto habrá de ocurrir también al hombre. Todas las cosas están relacionadas ente sí.

Vosotros debéis enseñar a vuestros hijos que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, debéis decir a vuestros hijos que la tierra está plena de vida de nuestros antepasados. Debéis enseñar a vuestros hijos lo que nosotros hemos enseñados a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen el suelo se escupen a sí mismos.

Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida: es sólo una hebra de ella. Todo lo que haga a la red se lo hará a sí mismo. Lo que ocurre a la tierra ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas como la sangre que une a una familia.

Aún el hombre blanco, cuyo Dios se pasea con él y conversa con el -de amigo a amigo no puede estar exento del destino común-. Quizá seamos hermanos, después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: que nuestro Dios es su mismo Dios. Ahora pensáis quizá que sois dueño de nuestras tierras; pero no podéis serlo. El es el Dios de la humanidad y Su compasión es igual para el hombre blanco. Esta tierra es preciosa para El y el causarle daño significa mostrar desprecio hacia su Creador. Los hombres blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus. Si contamináis vuestra cama, moriréis alguna noche sofocados por vuestros propios desperdicios. Pero aún en vuestra hora final os sentiréis iluminados por la idea de que Dios os trajo a estas tierras y os dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres y cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Así termina la vida y comienza la supervivencia....

Entradas populares