El 24 de noviembre de 1859 se publicaba un libro que no
dejaría a nadie indiferente, y que ha revolucionado la manera de pensar de
millones de personas, transformado la práctica científica y dado origen a
cientos de filosofías, nuevas teorías científicas y pseudo científicas. Este
libro es “El origen de las especies” de Charles Darwin.
En este libro, Darwin propone el mecanismo de la selección
natural como método para explicar el origen y evolución de las diferentes
especies vivas a lo largo de millones de años hasta llegar al punto en que nos
encontramos en la actualidad.
A raíz de este pensamiento, entre otras muchas ideas, surgió una corriente que usaba
las ideas de Charles Darwin para dar validez a una práctica que, de hecho, se
llevaba a cabo desde hacía miles de años, la “eugenesia”. Como idea básica de
este planteamiento se propone que las políticas sociales y el intento humano de
ayudar al más débil no hacen sino poner impedimentos al proceso de la selección
natural, que teóricamente es el proceder lógico de la naturaleza. De esta
manera, con nuestra mejor intención, lo que estamos haciendo es dejar que los más
débiles sobrevivan y triunfen, desmejorando la especie e introduciéndonos en un
proceso de “reversión hacia la mediocridad”.
La selección natural debe abrirse paso a toda costa, sin que
el propio hombre la frene. En este sentido, es una lacra para la propia
naturaleza el cristianismo y la idea de la misericordia, de la piedad con los más
desfavorecidos. Todos los servicios que ayuden a la supervivencia de los débiles
deben ser eliminados, que solamente los que puedan valerse por sí mismos puedan
seguir adelante. La idea es que los más aptos convivan entre ellos lo más
posible para que su descendencia sea cada vez mejor y que los menos aptos no convivan entre ellos para que su descendencia desaparezca. Es necesaria para
lograr una mejor especie que el ser humano tome las riendas de su propio desarrollo,
que la eugenesia sea la auto-dirección de la evolución humana.
Esta idea de tratar de intervenir en la mejora de la especie
ha sido muy recurrente a lo largo de toda la historia. Los espartanos
desechaban a los bebés que consideraban que no eran perfectos para ser
guerreros, Platón planteó en “La
República” la idea de que el estado intervenga en la
selección y educación de los niños para lograr una mejor sociedad, incluso las
amazonas asesinaban a sus hijos varones por considerar superiores a las
mujeres. Pero desde que Darwin presentara su obra cumbre, los que la defienden
creen tener razones biológicas para asegurar que, de alguna manera, el poder
civil debe tener la potestad de intervenir en la mejora de la especie, o al
menos eliminar todas las barreras que los seres humanos hemos puesto a la
supuesta sabiduría de la selección natural.
Así, se han tomado medidas estatales en base a la eugenesia
tales como esterilizaciones obligatorias, promoción de tasas de natalidad diferenciadas,
restricciones matrimoniales, abortos forzosos, segregación, control de
natalidad, exploración genética o incluso el genocidio. El caso más brutal de
esa derivación de la “Evolución de Darwin” lo encontramos en la Alemania del III Reich,
en que se exterminaron a millones de judíos y miembros de otras minorías étnicas
y sociales en nombre de la preeminencia de la raza más fuerte. La idea es muy
clara, existen diferentes tipos de dignidad en la vida, la vida digna debe
cuidarse y fomentarse, mientras que también hay un tipo de vida indigna con la
que hay que acabar para que no contamine a los mejores y no lastre el correcto
funcionamiento de la sociedad.
Normalmente, estos procesos de “selección artificial humana”
o al menos de eliminación de trabas a la selección natural han sido
identificados con ideologías de derechas, por su defensa a ultranza de algún
tipo de aristocracia. En cambio, sorprendentemente, en los últimos tiempos, están siendo
defendidos por los idearios más izquierdistas. El supuesto hecho de la diferencia entre
la vida digna que hay que defender y la indigna que hay que suprimir sigue
sobrevolando nuestras cabezas. Así, consideramos que si un niño no va a tener
las condiciones supuestamente ideales para su correcto desarrollo, tendrá una
vida indigna, por lo que es mucho mejor para todos suprimirlo de entrada. De
esta manera el chico no sufrirá una vida cargada de problemas y el día de
mañana nos habremos librado de un delincuente en potencia. O también
consideramos que si una persona mayor ha llegado al punto en que su vida ya no
es “digna de ser vivida”, debemos cambiar su vida indigna por la “muerte digna”.
Suma y sigue.
A lo que yo me pregunto, ¿quién decide la barrera entre la
dignidad y la indignidad en la vida? ¿Es que el bebé fruto de una violación a
una adolescente no es merecedor de la vida, exactamente igual que el hijo de un
rey? ¿Quiénes somos nosotros para sentenciar a muerte a alguien en nombre de su
propio bien? Si en nombre de la libertad
y de la vida nos tomamos la libertad de quitar la vida, es que no hemos
entendido ni la una ni la otra.
Como dijo Gandalf, “Muchos de los que viven merecen morir y
algunos de los que mueren merecen la vida ¿Puedes devolver la vida? Entonces no
te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos
los caminos.”
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