jueves, 10 de mayo de 2012

José III: La cisterna


El vivaracho adolescente andaba solo por el largo camino que habían cubierto sus hermanos apenas unas horas antes. Su padre le había enviado a ver qué hacían con las ovejas, si hacían algo que no debían y por si tenían algún problema. Sus órdenes eran sencillas, que fuera, viera, y volviera a contarle lo antes posible.

Sus pasos le encaminaban al norte por aquellos tortuosos caminos. Se empezaba a levantar el sol y hacía bastante calor. La verdad es que el jovencito tenía mucha confianza al ir él solo por aquellas sendas, donde lo mejor que se podría encontrar es una fiera salvaje, y además hacerlo con la túnica que le había regalado su padre. Los rayos del sol de media mañana conseguían arrancar unos destellos multicolor preciosos de aquella fina tela que con tanto mimo y cuidado había labrado su anciano padre.

En el horizonte, comenzó a ver un gran rebaño. No eran los ganados de su padre, pero sin duda sabría donde estaban. Su padre le había dicho que iban a Siquem, pero ya había llegado y no los había encontrado por ninguna parte.

- Sí, los he visto, muchacho. Han seguido el camino hacia el norte, hacia Dotán.

Así que el chico continuó andando, mientras cantaba, silbaba y bailaba a su propio son. La verdad es que siempre había sido muy alegre, siempre se había tomado con la mejor de las actitudes todo, y siempre había confiado mucho en lo que él llamaba “el plan de Dios”, a través del cual siempre, aunque él no lo entendiera, las circunstancias eran buenas para él, porque le guiaban a algo mejor que lo que tenía en ese momento. Incluso de eso se reían sus hermanos, pero a él le daba igual, pensaba que por mucho que se opusieran, no conseguirían apartarle de este brillante plan del Creador.

- Así que nuestro amado padre nos ha vuelto a enviar a su perrito guardián para ver si andamos metidos en líos, para comprobar que cuidamos sus ovejitas como debemos, ¿eh? – Entre dos piedras apareció la severa sombra de su hermano Dan.

- Y miradle, viene con su precioso trapito. Con la túnica digna del rey de Salem, ¡qué bonita es! ¿Verdad, hermanito? – De detrás de otra piedra salió  Judá, que se puso en medio del camino con un palo en la mano.

- Yo creo que ha venido a contarnos su último sueño, para que todos sepamos lo listo que es, lo grande que va a llegar a ser y lo alto que subirá para que todos nos inclinemos ante él. – Isacar habló justo a su espalda, cuando José se giró, vio que estaba en medio del camino del que venía, con unas cuerdas en sus manos.

- ¿Qué estáis haciendo, hermanos? – José dio la vuelta para ver las sombras de todos sus hermanos que le rodeaban – Me estáis dando miedo.

- No, yo creo que realmente a lo que ha venido ha sido a decirnos que padre le ha bendecido, le ha dado la primogenitura y se ha quedado con todas nuestras herencias. – Rubén, el mayor, se acercó hacia él, agarrándole de los hombros y subiéndole como un muñeco de trapo. – Es eso, ¿verdad? Nosotros estaremos encantados de inclinarnos hacia ti, cuando te alces por encima de nosotros, cuando veamos que las estrellas te adoran, ¡pequeño mocoso!

Mientras le tenía inmovilizado Rubén, se acercaron todos los demás, se seguían riendo de él, le quitaron la túnica y con las cuerdas que tenía Isacar, le ataron las manos, los pies, los brazos y las piernas. José comenzó a gritar, quizá pasaría alguien que le ayudara, quizá algún hermano suyo recordara que él también era hijo de Jacob y tuviera compasión de él.

Pero eso no sucedió. En su lugar rajaron la preciosa túnica que le había regalado su padre en medio de los gritos de desesperación del joven. La impotencia pudo con él y rompió en llanto mientras vio cómo le llevaban a un descampado que había a apenas unos metros de allí, en pleno desierto. Lo levantaron y le tiraron abajo del gran pozo. No cayó demasiado mal, no se rompió nada, pero se hizo heridas por la espalda, la cabeza y las manos que comenzaron a sangrarle. Por lo menos la cisterna estaba vacía y no corría el riesgo de ahogarse.

- ¡Hermanos!, ¡no me hagáis esto por favor! – gritaba con todas sus fuerzas, entre sollozos- ¡Soy hijo de Jacob!, ¡Soy vuestro hermano!

Pero en lugar de ayuda, solamente escuchaba risas y burlas de sus hermanos. “¡Cuando asciendas, nos inclinaremos ante ti! Hasta entonces, nos reímos de ti, soñador de mierda.” Y así estuvieron por horas, riendo, burlándose, incluso le cayó algún escupitajo, y un par de veces alguno de ellos orinó intentando mojarle. Pudo evitar la mayoría, aunque un poco le mojó una pierna. En ese tiempo no paró de gritar suplicando clemencia, no dejó de llorar ni un segundo.

También escuchó una pequeña discusión. Al parecer, había alguno, juraría que Leví y Judá, que querían matarle. Su plan era dejar allí el cadáver, matar un animal y manchar la túnica con su sangre y decirle a su padre que habían encontrado solamente la túnica así para que el culpable fuera alguna bestia, en lugar de sus propios hermanos. Rubén se opuso.

En esas discusiones andaban cuando escuchó otras voces. De pronto, dejó de gritar para escuchar qué estaba pasando ahí fuera. De todas maneras, apenas le quedaba voz. Quizá, después de todo, había esperanza para él.

Apenas entendió nada de lo que hablaron con los extraños. Por su acento, juraría que eran ismaelitas. Al poco, bajó Zabulón en otra cuerda y se la ató a José. Le iban a liberar, después de todo podría volver a su casa con su padre.

Pero no fue así.

Efectivamente, era un grupo de ismaelitas, comerciantes. Le desataron las cuerdas de los pies y de las piernas. Uno de aquellos primos lejanos suyos se acercaron a él. Juraría que había hecho tratos con él en alguna ocasión cuando pasaban por cerca de su campamento.

- Aparte de las heridas de la caída, está en perfecto estado. Os daremos veinte piezas de plata por él.

- Hecho.

Y con esas leves palabras, su destino quedó sellado, a partir de ese momento era un esclavo.

José anduvo bajo un sol de justicia, por el desierto, rumbo al sur, rumbo a Egipto. Vendido por sus hermanos, despreciado por los de su propia sangre, pasó de ser el gran soñador, el amado hijo de Israel, a ser un esclavo odiado por los de su pueblo.

¿Qué había de los sueños que tuvo? Ahora ya no tenía libertad. Por no tener, no le quedaban lágrimas que derramar. Su padre iba a recibir una túnica de colores teñida de sangre, le iba a llorar, iba a derramar ceniza sobre su cabeza e iba a lamentar su suerte hasta la muerte, y él no iba a estar ahí. No iba a volver a sentir el abrazo de su madre, no iba a volver a sentir la mirada orgullosa de su padre. Todo había cambiado, en un momento, todo se había desvanecido.

En ese momento no pudo hacer otra cosa que bajar la cabeza, andar hacia delante y confiar más que nunca en que Dios seguía teniendo su plan, un plan que para nada entendía, que parecía burlarse de él, que le guiaba a un destino incierto, como esclavo, odiado por los suyos, herido y cansado.

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