martes, 29 de enero de 2013

Nosotros


Ha costado, sí. Y cada uno de los días, de las semanas que se convertían en años, lo han hecho mucho más difícil. Y cada uno de los kilómetros en medio ha hecho que todo sea más frío, más incierto, más inseguro.

No es mi intención contar la historia, no dudo que sería un tema perfecto para un libro, uno de los buenos, de los que hace que se te caigan las lágrimas, y de los largos también, esta historia tiene ya 100 meses de duración, desde aquel agosto del 2004. Ha sido difícil, es muy complicado, y no cuento con que todo vaya a ser un camino alfombrado de pétalos de rosa a partir de ahora, pero hay algo que tengo claro, y es que ha merecido, merece y merecerá la pena.

Ella se llama Rebeca, y me gustó desde la primera vez que la vi, aunque no fue hasta diciembre del 2005 que supe que quería que ella, y no otra, fuera quien compartiera mi camino, y yo el suyo. En mi orgullo había decidido que algo debía ser de una manera, y ella me habló con la firmeza de la razón y con la ternura de una caricia. Eso consiguió dos cosas, hacerme recapacitar sobre mi actitud y mis motivaciones, y decidir que si alguien me iba a seguir corrigiendo el resto de mis días, sin duda alguna, quería que fuese ella.

Mucho ha pasado desde entonces, tanto que dudo que fuera capaz de organizar mis pensamientos fácilmente para saber qué ocurrió cuándo. Sí que sé que han sido muchas las ocasiones en que he deseado con todas mis fuerzas olvidarme de ella, pasar página en medio de la tormenta, refugiarme en el olvido cuando el dolor arreciaba, pero no lo conseguí. Sencillamente no era capaz, eso o algo en mi interior se negaba a abandonar la esperanza contra-esperanza.

Ha dolido, ha sido difícil. Duele y es difícil. Dolerá y será difícil. De eso no tengo ninguna duda. Pero hay algo que ahora sí tengo más claro que nunca, cuanto más grande es el premio, más grande es el coste. Y hoy puedo celebrar que el premio es mucho más grande de lo que puedo expresar con palabras, que cada metro que me separa de ella ahora, que cada segundo de espera constante ha merecido la pena, que ella vale cada lágrima, cada desesperación, cada “¿por qué?”, cada “¿hasta cuándo?”. La distancia sigue ahí, no por un gran lapso, y el tiempo aún se ve lejano, en un sentido, pero no puedo estar más convencido de que quiero compartir cada día de mi vida con ella, que quiero ver su sonrisa al despertar, que quiero pedirle mil veces perdón por mi torpeza, y aprender a su lado, que quiero que cada día cuente, que no se ponga un solo sol sin que esté convencida de cuánto la amo.

Pero esta ecuación no quedaría completa, estaría siendo absolutamente injusto y dejaría lo más grande en el tintero si no reconociera, diera la gloria y evocase al cerebro y causante de todo esto, al corazón tierno que creó el amor para nosotros, a las manos fuertes que nos han levantado tantas veces, al brazo firme que nos ha protegido de innumerables peligros y nos ha ayudado a levantarnos cuando caíamos. Porque es Dios, no tengo ninguna duda, el que está detrás, sonriendo. El que me empuja hacia ella, el que le empuja hacia mí, el que da fuerzas para que ni la distancia ni el tiempo apaguen la llama, el que nos regala con alegría todo lo que necesitamos para celebrar nuestra unión, Él es el Padre que nos enseña, quizá a veces con métodos que no entendemos aún, el precio del amor, el valor del compromiso, la fuerza de esta decisión, que un cordón de tres dobleces no se rompe fácilmente, que estando Él en el medio, no hay de qué temer.

Así que hemos decidido unir nuestras vidas en un acto de locura a ojos de muchos el 10 de agosto. Y lo hemos decidido así porque tenemos claro que ya hemos encontrado a la persona con quien compartir nuestras vidas, porque nos queremos, porque entendemos que Dios así nos lo confirma y porque hemos decidido, no de palabra, sino con nuestras propias vidas, confiar en Dios, entregarle todo lo que tenemos, dedicarnos a servirle y que sea Él quien se ocupe de lo demás. Porque no entendemos otra manera de actuar, y porque pensamos que lo insensato sería tratar de buscar la sabiduría de los locos en un mundo de locos.

Y así es como será, si Dios quiere. He decidido amar a Rebeca hasta el día en que muera, y he decidido hacerlo aunque sea difícil, aunque todo vaya en contra, incluso aunque haya días en que sencillamente no quiera o que parezca que “se ha acabado la pasión”. He decidido hacerlo, y así lo haré, con la ayuda de Dios. Y juntos, hemos decidido confiar en Él con nuestras vidas, servirle con todas nuestras fuerzas y buscarle con todo nuestro corazón, y hacerlo juntos. Y así será, con su ayuda, hasta el día de nuestra muerte, confiaremos en Él en los buenos y en los malos momentos, confiaremos en Él aunque no entendamos lo que viene, confiaremos en Él porque sabemos en quién hemos creído, confiaremos en Él aunque muramos por esta confianza, después de todo, él ya murió por nosotros.

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