“Dios tiene un plan,
José, recuérdalo. Dios tiene un plan”.
Día y noche, en el largo, penoso, tortuoso y dramático trayecto
hacia el país del Nilo, el joven no cesaba de recordarse a sí mismo aquello que
anteriormente siempre le había ayudado. Ahora ya no le quedaba más que aquello,
ya nada más que su esperanza. Ahora su túnica de colores estaba en su corazón,
y tenía forma de sueños, de aquellos sueños que había compartido con su familia
cuando la vida era más benevolente con él, cuando aún tenía algo más, cuando
algo tenía sentido. Y ahora, cuando todo era incierto, cuando ya nada parecía
guiarle a aquel sueño en que aún el sol y las estrellas se inclinaban ante él,
cuando ya ni las lágrimas mitigaban el dolor de saberse odiado por sus
hermanos, perdido de su padre, cuando ya no era nada para nadie, decidió que ese sería su tesoro. Que cada vez que la desesperanza pudiera con él, cuando ya
nada mereciera la pena, se esforzaría por creer aquel sueño, aquella visión,
aunque nada saliera bien, decidió recordarse en cada bache de la vida, en cada
barranco, en cada desierto, que “Dios
tiene un plan”. Y decidió que sería fiel guardián de su tesoro, y que, bajo
ninguna circunstancia, nadie se lo robaría.
Fue vendido a la casa de un hombre llamado Potifar, oficial
del Faraón. Era un hombre muy rico y poderoso, con varias decenas de esclavos
en su casa. Aunque llegó cansado, delgado y con bastante mal aspecto después
del viaje, José era un muchacho sano, fuerte y con buen cuerpo, no les costó
mucho esfuerzo a los ismaelitas venderlo a tan digno comprador.
José se había criado en un campamento itinerante de pastores
en Canaán, no estaba acostumbrado a las grandes y lujosas casas egipcias, con sus enormes y preciosas columnas, con aquellos patios de piedra labrada. Pero
su padre, Jacob, tenía muchas reses, su rebaño se contaba entre los más
impresionantes que había. Así que José vivió toda su vida acostumbrado a tener
de todo, a ser servido, a ser el ojito derecho de su padre. Y ahora era un
esclavo, debía trabajar día y noche, debía limpiar los excrementos de los demás,
tenía que mantener aquella gran casa reluciente. Y él ni siquiera estaba
acostumbrado a pisar suelos de piedra en grandes casas construidas, mucho menos
limpiarlos. Pero él decidió hacerlo lo mejor que pudo, como si lo
estuviera haciendo para su padre, más aún, como si lo estuviera haciendo para
el dios de su padre.
Y cada día los suelos, las palanganas donde hacían sus
necesidades, todas las estancias y todo aquello que habían puesto al cargo de
José, estaba más limpio que había estado nunca. Potifar quedó impresionado con
la dedicación de José, así que le puso a cargo de un grupo de otros esclavos, y
José se lo tomó como un mandato de su amado padre, o de su poderoso dios. Y
logró motivar a todos sus subordinados para que dieran todo lo que pudieran, de
tal manera que la casa estuvo más limpia en su conjunto que el mismo palacio
del Faraón. Potifar le puso también a cargo de la economía de su casa, agradado
con los resultados del ascenso del hebreo, y José hico todo lo que pudo,
sabiendo como sabía llevar la contabilidad por los años de experiencia en su
casa de mano de su padre. Hizo todo lo que Potifar le ordenó como si siguiera órdenes
de su padre, o más aún, del dios de su padre, siempre recordando que tenía un
gran tesoro que guardar. Que si era leal en guardar y ser fiel con todo
aquello que Potifar le otorgaba para que guardase, mucho más lo sería con el
gran tesoro que el dios de su padre le había otorgado, para el cual realmente trabajaba, sus
sueños.
Y así fue como, en el tiempo en que un esclavo normal se
habitúa a aceptar que su vida ya no le pertenece, José había sido puesto sobre
toda la casa de su amo, y Potifar le confiaba todo, de tal manera que ya solo
se tenía que preocupar de comer y servir a Faraón en lo que le fuera requerido.
Y haciendo esto, la casa de Potifar fue muy prosperada, y su riqueza fue
multiplicada por mano de José, o más bien por mano del dios de su padre. Hasta tal punto Potifar confió en José, que se
hicieron muy amigos, cosa que en todo Egipto jamás se había visto entre alguien
de tanta posición como el oficial del rey y un esclavo.
Pero José, aunque cuando llegó tenía un aspecto lamentable,
el trabajo en casa de Potifar, la buena comida que recibía de su amo, el haber
sanado sus heridas y lavado la suciedad con que llegó, desvelaron al jovencito
como alguien con un precioso cuerpo y muy hermoso a los ojos de las mujeres. El
tiempo trabajando para su amo bastó para que el niño muriese y en su lugar se irguiera
un hombre, uno de esos que las chicas se paran y se dan la vuelta para mirar
mejor. Y Potifar estaba casado.
Desde que José comenzó a sobresalir entre los demás
esclavos, la mujer de Potifar estuvo lanzándole indirectas para intentar
cautivarle, pero él siempre había fingido no captarlas, no escucharlas o
incluso había huido en alguna ocasión. Y las indirectas habían pasado a
directas muy directas. Últimamente, las palabras “acuéstate conmigo” de
labios de la esposa de su amo, dichas al oído, se habían convertido en lo más
normal del mundo. Pero llegó el día, cuando José estaba revisando el trabajo de
sus compañeros y se dirigía al almacén para comprobar los víveres que quedaban,
que se encontró, en medio de un pasillo, con su peor pesadilla, la mujer de su
amo que le susurraba las palabras que tantas veces había escuchado. Miró
alrededor, no vio a nadie, no escuchaba ningún ruido. Los esclavos estaban
recogiendo el trigo en los campos de su señor, y Potifar mismo estaba en una
misión con el ejército en el sur. Mientras ella se acercaba, la verdad es que
la idea le atrajo. Nadie iba a pillarlos, nadie iba a sospechar nada. Incluso
podría ser que aquella mujer, que no estaba nada mal, desde luego, terminara
por envenenar a su marido y se quedaran juntos con todo, entonces sí que se
iban a inclinar sus hermanos ante él. Ya estaba a apenas un paso, y él petrificado,
con su mente bullendo ideas. Por un segundo todo pareció tener sentido, solo
tenía que ganar con aquella proposición. Solo tenía que cerrar el puño, y todo sería suyo. Pero en ese momento recordó su tesoro,
recordó que a quien él servía no era Potifar, era el dios de su padre, y ese
amo le estaba viendo en ese momento.
¿Qué estoy haciendo?,
¿en qué estoy pensando? Mi amo me ha dado autoridad, me deja hacer y deshacer
en todo en su casa porque confía en mí. Solamente no me ha dado potestad sobre
su mujer, ¿cómo voy yo a traicionarle?
Y fue en el preciso momento en que ella alargó la mano
para agarrarle del manto que lo cubría, que él echó a correr huyendo, no de
aquella mujer, sino de él mismo, de la posibilidad de defraudar la
responsabilidad que Potifar le había dado, pero más aún,de comprometer
aquel tesoro que le había confiado Dios, ese que lo había mantenido con vida en los
peores momentos de su vida, ese que le prometía tamaña grandeza. Y en aquella
carrera se dio cuenta que la mujer no soltaba el manto, así que al poco se dio
cuenta de que corría desnudo, huyendo, mientras que ella gritaba sosteniendo su manto.
¡Socorro!, ¡José, el
hebreo me quiere violar! ¡Que alguien me ayude! ¡Socorro!
Aquellos gritos resonaron en su mente mientras corría a sus
aposentos. Fue a ponerse algo que ocultara su desnudez.
Pero aquellos gritos resonaron aún más en su mente cuando
vio los grilletes atrapando sus manos, mientras todos le miraban con desprecio. Cuando su amo, conteniendo las lágrimas, había sentenciado que le encerrasen en
prisión. Cuando le miró a los ojos, supo que Potifar le creía, creía que él no
había hecho nada, conocía a su mujer y le conocía a él, si la hubiese creído,
le habría sentenciado a morir irremisiblemente.
José había sido fiel, fiel con la casa de Potifar, todo había
ido perfectamente, hasta el día en que se puso en prueba su integridad, hasta
el día en que José fue verdaderamente fiel. Ese día su fidelidad se pagó con la
prisión.
Se le encerró en la oscuridad, con los pies amarrados con
hierros, alimentado cada dos días con un cubo de comida asquerosa que tenía que
disputarse con enormes ratas.
Si cuando fue vendido por sus hermanos no lo entendió pero
continuó confiando y siendo fiel guardián de su tesoro, ahora aún menos lo
entendía. Y aunque pensaba que ya no le quedaban, lo cierto es que aún guardaba
lágrimas que derramar. Y fue en medio de aquella desesperanza, de sentirse más
desamparado que nunca, de saberse pagado con mal por el bien que había causado,
fue en la oscuridad y la desesperanza de la cárcel, cuando recordó que era el
guardián de algo muy grande, que aunque no entendiese nada, iba a mirar
adelante. Fue en medio de la tormenta que, una vez más, decidió creer en la
visión que recibió siendo niño, y fue entonces que se recordó aquello que, quizá,
en los buenos tiempos en casa de Potifar no había tenido tanto sentido, pero que
ahora volvía a retomar toda su fuerza, todo su poder.
“Dios tiene un plan”.