Una vez más, la guerra asolaba la tierra.
La pequeña ciudad
de Dotán, poco más de 10
kilómetros al norte de la capital despertó con un
paisaje muy diferente al acostumbrado. Los habitantes, desesperados,
contemplaron al mirar al horizonte cómo los valles habían sido usurpados por
caballerías recubiertas de metal, cómo el habitual canto de los pájaros había
sido acallado por las trompetas de combate, cómo incluso las briznas de hierba
habían sido suplantadas por soldados sedientos de sangre.
Esta vez eran los sirios, las tribus arameas se habían unido
bajo el gobierno de Ben Harad II y habían traído sus vastos ejércitos a sus
tierras para hacerles sangrar, para beber sus vinos, para robar sus cosechas,
para violar a sus mujeres y asesinar a sus hijos. Así había sido por siempre,
los pueblos se unían y atacaban para robar a los más débiles y que de esta
manera no tuvieran poder suficiente como para levantarse y hacer lo mismo con
ellos mismos. Desde el principio de los tiempos había sido así.
El ejército arameo era sencillamente brutal. Miles y miles
de efectivos de caballería, decenas de miles de infantería, lanceros, arqueros,
incluso batallones interminables de carros de combate tirados por los mejores
caballos de guerra. Ante aquello, solamente la intervención divina podría
salvar al pequeño estado de Israel, que luchaba con todas sus fuerzas para
detener el desmesurado avance.
Pero el rey Acab, que gobernaba Israel desde su trono de
Samaria, tenía un arma secreta escondida. Eliseo era un profeta que daba una
ventaja táctica a los israelitas. Y es que cuando los sirios organizaban una
emboscada, Dios se la revelaba a Eliseo y Acab tenía oportunidad de hacer caer
a los arameos en una trampa fatal. Nunca los pillaban desprevenidos, pues todo
lo que el rey sirio planeaba en las profundidades de su corazón, era desvelado
al rey Acab por medio de Eliseo.
Desesperado, Ben Harad II envió a espías por toda Israel
para encontrar al profeta que tanto daño le estaba haciendo, no podía permitir
que su ventaja numérica fuera truncada por la intervención de este “vidente”.
Eliseo era uno de los testigos de aquel espectáculo matinal.
De hecho, todo aquel despliegue, el asedio desmesurado a la ciudad de Dotán,
miles de efectivos situados en la campiña, era un intento de asesinarlo. Al fin le habían pillado, y no tendrían clemencia con él. Mirando
desde la pequeña muralla, podía contemplar las banderas, las tiendas, las
espadas que pedían su sangre, apenas unos metros de roca eran todo lo que le
separaba de ese estruendo producido por miles de voces que gritaban por su muerte. Aquello no les detendría.
Junto a él, su criado miraba al ejército, blanco como
la leche. Aquella vez el gran profeta, el sucesor de Elías, había sido
abandonado por Dios. Ya no hacía falta que nadie le dijera donde estaba el
enorme ejército enemigo, pues se encontraba ante sus propias narices, afilando
los filos de las espadas que clamaban por sus muertes. Ese era el final,
irremediablemente. Y con la muerte de Eliseo, los Sirios acabarían con Israel,
su propio nombre sería borrado de la memoria de los hombres.
- ¡Mi señor Eliseo!- El criado era incapaz de quitar la
vista del ejército de los arameos, armado con la única intención de destruirlos. - ¿Qu…qué vamos a hacer?- Le
costaba horrores articular siquiera una palabra.
Su señor, Eliseo, en cambio, parecía mucho más entero. Miraba
al horizonte, más allá de los enemigos. – No te preocupes, amigo mío.- De
hecho, parecía como si en absoluto estuviera afectado por tan funesto destino
que les esperaba. Su criado le miró absorto, no se podía explicar la reacción
de Eliseo. Pero lo que le terminó de descolocar fue la sonrisa que le apareció
en el rostro al profeta. Poco a poco, giró la cabeza hacia su criado.- No
temas, pues más son los que están con nosotros, que los que están con ellos.
El asustado criado no entendió nada. Miró a las murallas,
apenas unas decenas de defensores temblorosos protegían el muro. Abajo, frente
a la puerta, un puñado de lanceros y detrás un par de decenas de caballos de
labranza montados por ganaderos que empuñaban improvisadas picas era todo lo
que se interponía entre el ejército sirio de miles de efectivos y ellos. Esa
batalla estaba perdida. Y allí estaba su señor, tranquilo, sonriente, mirando
al horizonte, diciendo que eran más que ellos, completamente inconcebible.
- ¡Oh Señor, Dios de Israel!- Eliseo miró al cielo y elevó
las manos mientras gritaba al Dios de su pueblo- ¡Te ruego que abras los ojos
de mi siervo para que pueda ver tu salvación!
Y entonces lo vio. El siervo de Eliseo cayó maravillado al
suelo de rodillas. No podía creerlo. El ejército de los sirios era
impresionante, suficientemente majestuoso como para hacer perder la fe a
cualquiera. Pero más allá había otro ejército que dejaba en nada al que los
amedrentaba.
Legiones celestiales de ángeles resplandecientes llenaban
todo hasta donde lograba llegar la vista. Las armaduras centelleaban con los
rayos de sol como si lucieran con brillo propio, de cada una de las centenares
de miles de lanzas, pendían banderas de colores vivos. Las caballerías eran
blancas como la nieve, montadas por jinetes de relucientes armaduras y
resplandecientes vestiduras blancas. Miles de carros de fuego sobrevolaban el
increíble ejército celestial.
Su señor, con la sonrisa aún en los labios, se giró de nuevo
a su siervo, complacido. - No temas, pues más son los que están con nosotros,
que los que están con ellos.- Tendiéndole la mano, le ayudó a levantarse.
Esta historia, así como su desenlace, se encuentra en la Biblia, en el segundo libro de los Reyes, capítulo 6, versículos del 8 al 23.
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