Prácticamente, desde que tengo uso de razón, he acudido a la Iglesia. A una protestante. Es
posible que esto me haya hecho ser un poquito más raro de la cuenta o que me
haya hecho hablar de una manera extraña, pues como todo el mundo sabe, en esta
vida se pega todo menos la hermosura y, para qué nos vamos a engañar, entre los
protestantes hay gente muy rara.
En el colegio, era el único que no cursaba la asignatura de
religión, pues en aquel entonces era únicamente católica, y claro, yo era de
los otros, así que nada de nada. Me dedicaba a hacer dibujitos mientras era
testigo de lo que aprendían mis compañeros.
Pero la verdad es que el hecho de ser raro, o de ir los
domingos a cantar canciones en la
Iglesia , o el hecho de aprender historias de la Biblia y memorizar
versículos no me hacían ser más ni mejor. Es obvio que me alegro de haber
estado en la Iglesia
en lugar de andar por la calle tirando piedras a las ventanas de las casas,
pero vivir en una familia protestante no me hacía mejor persona, ni más alto,
ni más bueno, ni más listo. Ni siquiera me garantizaba absolutamente nada en el
caso que yo hubiera muerto y me viera en la obligación de rendir cuentas a
Dios.
Pero un día, todo cambió. Y hoy se cumplen 13 años de
aquello. El 16 de enero de 1999, tomé una decisión personal. Una decisión que
trastornaría toda mi vida a partir de entonces, y que me daría una seguridad de
que la muerte no me enviaría a un lugar peor. Esta decisión que tomé fue la de
aceptar como mío el sacrificio hecho por Jesús, Dios mismo, en la cruz, en mi
favor, el sacrificio que pagaba toda deuda que yo había contraído con el Creador durante toda mi vida, incluso la que estaba por llegar. Aquel día no
cambió todo de una manera radical, pero la semilla del cambio comenzó a
germinar.
Desde ese día pasé de estar en una religión a estar en la otra, pasé de ser el chico raro que se diferenciaba por tener “otra religión” a
ser un hijo de Dios, a ser un amigo del Creador. Ahora tengo la puerta abierta
siempre que quiera para hablar con Él, para contarle mis problemas, para
pedirle que me ayude, para recibir consolación en los buenos momentos, alguien
a quien acudir para alegrarme en las dichas. Ahora ya nada es lo mismo. Ya no
tengo que preocuparme por el mañana, pues sé que Dios, mi Padre es el soberano,
puedo descansar por las noches sabiendo que nadie me apartará de aquello que
debo hacer, de estar con quien debo estar, de ser quien, de hecho, soy.
Aprendí una lección, que Dios no tiene nietos, solo hijos. Que
el hecho de estar en una familia que va a la Iglesia, o el hecho de hacer esto
y lo otro de una manera mecánica o “religiosa” no tiene más sentido que el hacerlo en sí mismo. Que seguir a Dios es una decisión personal, que aceptar la
salvación que ofrece Cristo y tener la confianza de una vida plena y una eternidad increíble es una decisión que nadie puede tomar por uno, es
totalmente personal y absolutamente consecuente.
Hoy hace 13 años que pasé de muerte a vida, de condenación a
salvación, de tristeza a alegría. Es evidente que me influyó el hecho de haber
sido criado en la familia donde estuve y que todo a mi alrededor condicionó en
mayor o menor medida este momento, pero lo que sí que puedo decir es que fue mi
decisión, de nadie más. Decisión de la que en ningún momento me arrepiento
porque aún no ha llegado el día en que Dios haya dejado de ser fiel, ni llegará.
Porque hoy más que nunca estoy seguro del acierto que hice ese día.
El 16 de enero de 1999 tomé la mayor y más importante decisión
de toda mi vida. Y pienso vivir el resto de mis días en este mundo como una
consecuencia de aquella decisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario