lunes, 16 de enero de 2012

13 años


Prácticamente, desde que tengo uso de razón, he acudido a la Iglesia. A una protestante. Es posible que esto me haya hecho ser un poquito más raro de la cuenta o que me haya hecho hablar de una manera extraña, pues como todo el mundo sabe, en esta vida se pega todo menos la hermosura y, para qué nos vamos a engañar, entre los protestantes hay gente muy rara.

En el colegio, era el único que no cursaba la asignatura de religión, pues en aquel entonces era únicamente católica, y claro, yo era de los otros, así que nada de nada. Me dedicaba a hacer dibujitos mientras era testigo de lo que aprendían mis compañeros.

Pero la verdad es que el hecho de ser raro, o de ir los domingos a cantar canciones en la Iglesia, o el hecho de aprender historias de la Biblia y memorizar versículos no me hacían ser más ni mejor. Es obvio que me alegro de haber estado en la Iglesia en lugar de andar por la calle tirando piedras a las ventanas de las casas, pero vivir en una familia protestante no me hacía mejor persona, ni más alto, ni más bueno, ni más listo. Ni siquiera me garantizaba absolutamente nada en el caso que yo hubiera muerto y me viera en la obligación de rendir cuentas a Dios.

Pero un día, todo cambió. Y hoy se cumplen 13 años de aquello. El 16 de enero de 1999, tomé una decisión personal. Una decisión que trastornaría toda mi vida a partir de entonces, y que me daría una seguridad de que la muerte no me enviaría a un lugar peor. Esta decisión que tomé fue la de aceptar como mío el sacrificio hecho por Jesús, Dios mismo, en la cruz, en mi favor, el sacrificio que pagaba toda deuda que yo había contraído con el Creador durante toda mi vida, incluso la que estaba por llegar. Aquel día no cambió todo de una manera radical, pero la semilla del cambio comenzó a germinar.

Desde ese día pasé de estar en una religión a estar en la otra, pasé de ser el chico raro que se diferenciaba por tener “otra religión” a ser un hijo de Dios, a ser un amigo del Creador. Ahora tengo la puerta abierta siempre que quiera para hablar con Él, para contarle mis problemas, para pedirle que me ayude, para recibir consolación en los buenos momentos, alguien a quien acudir para alegrarme en las dichas. Ahora ya nada es lo mismo. Ya no tengo que preocuparme por el mañana, pues sé que Dios, mi Padre es el soberano, puedo descansar por las noches sabiendo que nadie me apartará de aquello que debo hacer, de estar con quien debo estar, de ser quien, de hecho, soy.

Aprendí una lección, que Dios no tiene nietos, solo hijos. Que el hecho de estar en una familia que va a la Iglesia, o el hecho de hacer esto y lo otro de una manera mecánica o “religiosa” no tiene más sentido que el hacerlo en sí mismo. Que seguir a Dios es una decisión personal, que aceptar la salvación que ofrece Cristo y tener la confianza de una vida plena y una eternidad increíble es una decisión que nadie puede tomar por uno, es totalmente personal y absolutamente consecuente.

Hoy hace 13 años que pasé de muerte a vida, de condenación a salvación, de tristeza a alegría. Es evidente que me influyó el hecho de haber sido criado en la familia donde estuve y que todo a mi alrededor condicionó en mayor o menor medida este momento, pero lo que sí que puedo decir es que fue mi decisión, de nadie más. Decisión de la que en ningún momento me arrepiento porque aún no ha llegado el día en que Dios haya dejado de ser fiel, ni llegará. Porque hoy más que nunca estoy seguro del acierto que hice ese día.

El 16 de enero de 1999 tomé la mayor y más importante decisión de toda mi vida. Y pienso vivir el resto de mis días en este mundo como una consecuencia de aquella decisión.

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