La cosa está mal.
Y no es que esté peor que nunca o que la situación sea
completamente novedosa, pero sí que hay algo que se respira en el aire que no
se percibía antes. El ser humano parece moribundo, y lo que olemos es el hedor
de la putrefacción de sus miembros infectados. Varias veces he descrito algunos aspectos de la ruina moral, económica y social que vive esta
humanidad malherida, la manera en que, en plena cúspide de nuestra evolución intelectual,
tecnológica y científica, nos hemos dado cuenta de estar al borde de un
precipicio, y la fuerza de la inercia nos empuja con tanta fuerza que ya dudamos que haya alguien que pueda salvarnos de esta hecatombe. En mayor o menor
medida, esto es algo que cualquiera que se haya parado a pensarlo está de acuerdo.
El ser humano agoniza, y se dirige irremediablemente hacia la tumba,
desquiciado, abandonado, putrefacto.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué momento se nos fue
todo de las manos? ¿Qué hemos hecho tan mal? Pienso que la respuesta la podemos
hallar en otra afirmación de una decadencia, de una muerte.
“Dios ha muerto”, afirmó
Nietzsche. Este podría ser un resumen bastante eficaz de la sociedad desde el
siglo XIX. El ser humano ha llegado al punto de afirmar la muerte de su
progenitor, y en base a esta afirmación ha llegado a ser mayor de edad y ha
buscado su camino alejado de cualquier rastro de la Biblia. Hemos echado a Dios de
nuestras universidades, de nuestros colegios, de nuestras calles, de nuestros
corazones, de nuestros televisores, incluso hemos intentado echarle de nuestras
iglesias. Total, las iglesias son enormes tumbas de un dios que antaño reinó y
hoy hemos conseguido destronar. “Dios ha
muerto”. Ya no le necesitamos para explicar el paso de las estaciones, ya
no le necesitamos para llegar a existir, ya no le necesitamos para protegernos,
ya no le necesitamos para nada, le hemos repudiado. Ahora hemos crecido, somos
mayores, orgullosos, fuertes, poderosos. Ya no le queremos. Nos hemos
independizado. No hay lugar para Él, y le hemos enterrado.
Así que hemos creado una civilización a nuestra imagen y
semejanza, una en la que no tengamos que responder por nuestros errores, una en
la que cada vez sea más sencillo hacer lo que nos venga en gana, una en la que
la medida de la verdad, de la justicia y de la libertad sea la que nosotros
pongamos.
Pero hemos errado profundamente. Pensamos tener edad y
madurez suficiente para independizarnos de Dios, supusimos ser lo
suficientemente mayores como para guiar nuestro propio camino. Fuimos
engañados. Atrapados en nuestra adolescencia, pedimos la herencia a Dios y nos
fuimos a gastarla como bien nos vino en gana. Pero olvidamos lo esencial, y es
que le necesitamos. La verdad es que enterrar a Dios fue enterrarnos a nosotros
mismos.
Y ahora, creyéndonos libres, independientes, fuertes e
invencibles, hemos caído, y seguiremos haciéndolo. Ahora, cuidamos a los cerdos
de cuyas algarrobas ansiamos llenar nuestros estómagos. Ahora, en medio de
nuestra altivez, nos planteamos si no será verdad que hay algo más allá, si es
posible que hayamos sido engañados. Atrapados en medio de nuestros excrementos
nos paramos a pensar si no sería posible que estuviésemos equivocados y no
fuéramos tan adultos, tan capaces, tan independientes como pensamos en un
principio.
Ha venido una crisis económica, sí. Pero no es más de una
cara de la crisis que tenemos encima, es posible que sea la que nos haga
reaccionar, pues nos afecta la zona más sensible y querida, el bolsillo. Pero
si el hambre nos hace recapacitar y reaccionar, bienvenida sea.
Porque el hecho es que, por mucho que nos hayamos empeñado
en enterrarlo, Dios no ha muerto. Sigue ahí, esperando. Nos hemos empeñado en
expulsarlo de nuestras vidas, sin ser conscientes que firmábamos nuestra
condena con tinta de oro. Y hoy agonizamos a causa de nuestro orgullo.
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