miércoles, 11 de abril de 2012

Aquella semana V: La tumba vacía


Derrotados, atemorizados, afligidos, aturdidos. Su fe se había descompuesto, su esperanza había sido asesinada brutalmente, su vida había perdido completamente el sentido. Habían dejado sus trabajos para seguir a un maestro, habían dedicado todas sus vidas y sus esfuerzos a perseguir algo nuevo, algo diferente, algo que parecía lo más auténtico que habían visto en sus vidas.

El Mesías, nada menos. Hasta habían llegado a creer que era el mismo Dios hecho hombre el que había compartido el tiempo, el pan y la sabiduría con ellos. Las tormentas le habían obedecido, lo habían visto con sus propios ojos. Con la merienda de un chico, había dado de comer a miles de personas, y había sobrado aún más de lo que había en un principio. Este Jesús, había llegado a resucitar a su amigo Lázaro, había sanado a leprosos, a ciegos, a cojos. Ellos pensaban que siguiendo a este Mesías iban a encontrar la liberación, iban a triunfar, iban a destruir a los romanos que les oprimían, iban a ver descender fuego del cielo para eliminar a sus enemigos. Ellos pensaban que el trono de David iba a ser restituido y que el Hijo del Hombre reinaría desde Jerusalén. Ellos soñaban con sentarse a la mesa del rey, con ser los más cercanos a Dios. Incluso en su nombre habían sanado a enfermos, habían expulsado demonios, habían hecho milagros.

Pero todo se había acabado. Todo era mentira. La grandeza había caído al infierno con tanta rapidez que ni siquiera habían podido reaccionar. Cuando su maestro fue prendido, cuando vieron que le golpeaban, que era entregado a las autoridades. Cuando se encontraron en la encrucijada, huyeron. No podían hacer otra cosa. Si a él le habían matado, ellos serían los siguientes en caer.

Todas sus esperanzas estaban ahora en una tumba, listos para la sepultura. Había acabado. Era hora de bajar la cabeza, aceptar la verdad, volver a tomar la barca, tratar de no pensar y volver al mar a pescar para sobrevivir procurando no mencionar el tema si querían conservar la cabeza sobre sus hombros.

Pasado el sabbat, las mujeres fueron a preparar adecuadamente el cuerpo de Jesús muy de mañana. Había sido puesto en la tumba apresuradamente porque se acercaba el sábado, el día en que debían reposar, y estaba totalmente prohibido preparar el cadáver durante este día, así que traían todo lo necesario para que el cuerpo recibiera la mejor de las sepulturas. Pero según se acercaban, vieron que algo no andaba del todo bien. La enorme piedra que tapaba la puerta de la cueva que servía de tumba, había sido movida hacia un lado. Alguien había robado el cuerpo. Aunque pensaron que no podía ser así, la verdad es que aún la cosa podía ir más a peor. Cuando llegaron, corriendo, se confirmaron sus peores miedos. El cuerpo no estaba allí. Alguien había profanado el cuerpo del maestro. No era posible.

Entonces, un ruido a sus espaldas les hizo girarse. En cuanto lo vieron, cayeron al suelo de la impresión. Dos varones con ropas resplandecientes, rodeados de luz y de gloria, estaban allí donde, instantes antes, no había nada. No tuvieron la menor duda, eran ángeles. María, la madre del ajusticiado, ya había tenido una experiencia similar cuando Gabriel le anunció su concepción virginal. - ¿Qué hacéis aquí? – La potente voz que, aparentemente, aunque no vieron a ninguno de los varones mover los labios, salió de un ángel, las atemorizó aún más.

- Veníamos a rendir homenaje y a preparar para la sepultura a Jesús, el hijo de José.

- ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? – Las mujeres se miraron incrédulas, no era posible. – No está aquí, ha resucitado. Acordaos de lo que os dijo cuando estaba en Galilea, que es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de pecadores, y que sea crucificado, y que resucite al tercer día.

Entonces todo cobró sentido. Fue en ese momento cuando la esperanza resucitó como lo había hecho Jesús, y con ella la fe, el futuro que soñaban. El Mesías, el Ungido, aquel que se entregó y fue entregado para pagar el castigo eterno que merecían, aquel en quien habían depositado toda su confianza y todas sus esperanzas, había cumplido exactamente lo que ya les había anunciado que haría, aunque no se hubieran dado cuenta hasta ese momento. Jesús aún vivió un tiempo con sus amigos, continuó enseñándoles para lo que vendría, preparándoles, alentándoles.

La cruz es el símbolo del Santo pagando por los malvados, el símbolo de la justicia satisfecha, de la misericordia derramada. Pero ciertamente no tendría ningún sentido sin la tumba vacía. La tumba vacía es el símbolo de la victoria sobre la muerte, es el sello Real puesto sobre la cruz. Es eso que nos dice que, sin ninguna duda, aquel sacrificio fue aceptado. Que Dios mismo dijo Está pagado. Es la prueba de que Jesús dijo la verdad, de que ese sacrificio es a tu favor.

La tumba estuvo vacía ese domingo. La esperanza renovada cambió las vidas de aquellos hombres atemorizados y escondidos, de esos que estaban dispuestos a callar y olvidar; y les convirtió en esos otros que hablaron valientemente, que llegaron al fin del mundo proclamando al Jesús resucitado, les convirtió en los valientes que cambiaron el mundo, que inundaron la Tierra con el amor del que estuvo dispuesto a morir en Getsemaní, les convirtió en los héroes que desafiaron al peligro, a las críticas, incluso a la muerte. Entre los cobardes que huían del peligro y los valientes que morían por amar a los demás hubo un acto crucial, uno que cambiaría el mundo para siempre. Una tumba vacía.

Y lo mejor de todo es que esa tumba sigue aún hoy en día vacía.

No hay comentarios:

Entradas populares