jueves, 5 de abril de 2012

Aquella semana III: Y los ángeles guardaron silencio


Las piezas estaban preparadas, la gran partida cósmica llegaba a su punto álgido. Millones de ángeles observaban curiosos, mientras aguardaban órdenes de algún tipo. Ellos habían sido testigos de toda la vida del Hijo en la Tierra, de la manera en que habían transcurrido los tres decenios que ya llevaba Dios mismo encarnado en forma de hombre. Habían recapacitado sobre cada palabra, sobre cada gesto, sobre cada milagro. Estaban anonadados, cada día era una lección nueva, y a cada lección se maravillaban más sobre los planes y la naturaleza de este Dios que pensaban que conocían y al que habían servido durante miles de años. Y ahora parecía que todo estaba a punto de cambiar, algo importante iba a ocurrir, y no querían perdérselo por nada del mundo. Millones observaban, preparados, boquiabiertos.

Ya había pasado la cena de aquella pascua. Aquella en que Jesús hizo tan extrañas sentencias que aún sus discípulos no entendían, aunque poco les faltaba para que fueran abiertos sus ojos. ...comed este pan que representa mi cuerpo partido por vosotros...bebed este vino que representa mi sangre derramada por vuestro bien... haced todo esto para recordarme, en mi memoria.

Millones de demonios aguantaban la respiración también. Para ellos esta iba a ser su oportunidad. Dios mismo se había encarnado al fin. Tras tantos intentos de impedirlo a lo largo de la historia, su Enemigo había llegado al fin al corazón de su creación. En eso habían fallado, no habían podido impedir que naciera, que creciera, que trasmitiera algunas de sus enseñanzas. Pero hasta aquí habían llegado. Uno de sus amigos, uno en quien confiaba, se había dejado seducir por las sombras, y le había entregado. Ya solo era cuestión de tiempo, el Hijo iba a ser asesinado, el Creador iba a perder la gran batalla, para siempre. Millones de bocas infernales se relamían de placer, ya casi podían saborearlo.

Y allí estaba. Arrodillado. El que había alimentado a las multitudes, sanado a los leprosos y resucitado a los muertos acudía ante su Padre como un niño pequeño. El Gran Señor sabía lo que venía, sabía que tenía que hacerlo, sabía que debía ser entregado. Hablaba con su Padre, le rogaba que, si fuera posible, le librase de ese trance. Se sometía Su voluntad. Sudaba sangre. Sabía que quienes le iban a prender se acercaban, y que el momento de cumplir aquello para lo que vino al mundo estaba próximo.

Sus amigos dormían. Él les había pedido que velasen esa noche con él, pero ellos no lo entendían, pronto lo harían, pronto todo tomaría sentido. Jesús podía escuchar los gritos demoníacos cantando victoria. Los ángeles estaban todos listos, preguntándose por qué no recibían orden alguna de formar, de proteger al Hijo, de hacer su trabajo. Miles de legiones celestiales preparadas para la batalla, dispuestas a entablar combate en la gran lucha que decidiría el destino de todo. Pero no llegaba orden alguna, esa noche no podían hacer absolutamente nada sin permiso del Padre. Todo parecía demasiado extraño.

Y entonces, ya cuando sus captores, guiados por Judas, ya habían salido de Jerusalén y se acercaban a él, Jesús hizo una oración. Una súplica que salió desde lo más profundo de su corazón. La última petición de Jesús antes de ser sacrificado.

Pido por aquellos que creerán en mí por la palabra de estos.”

Pudo haber pedido por no sufrir, o por ser librado de aquel trance tan doloroso. Pudo haber pedido por la paz mundial o por la crisis. Pero no lo hizo. Pidió por mí. Pidió por ti. Pidió por aquellos que creeríamos en él por las palabras de esos que contarían lo que allí estaba ocurriendo. Desde lo profundo de su corazón suplicó que llegase a existir, que aceptase lo que estaba a punto de hacer a mi favor, que viviese una vida digna de lo que iba a suceder, que contase con el favor del Padre.

Él te vio a ti. En el huerto de Getsemaní te vio a ti. Y no quería que estuvieras solo. Él sabe lo que es que los demás conspiren contra uno, que le abandonen sus amigos, sabe lo que es afrontar lo peor, y hacerlo solo. Él quería librarse de eso, sabe lo que es estar separado entre dos deseos, lo que debo hacer y lo que quiero hacer. Pero, quizá por encima de eso, sabe lo que es rogarle a Dios que cambie de idea, y escucharle responder dulcemente pero con firmeza: “No”.

Porque eso es lo que el Padre responde a Jesús, y él acepta la respuesta. En algún momento durante esa noche, un ángel se acerca a Jesús a confortarle, a darle ánimos, a renovar las fuerzas de ese cuerpo abatido. Y cuando se incorpora, la angustia ya no le daña más, su puño no se crispa, su corazón deja de luchar.

En ese momento, en el que las fichas están todas dispuestas, en que ya sus captores le ven en medio de la noche y se aproximan a él, cuando tanto los ángeles como los demonios guardan la respiración, la batalla está ganada. Puede parecer que la batalla se ganó en el Gólgota, pero no. La batalla final se ganó en Getsemaní, y el símbolo de la victoria es un Jesús de pie, en paz, aceptando su destino y viendo con fuerza en sus ojos acercarse las huestes que le van a prender de manos de su amigo.

Porque fue en ese huerto donde él tomó la gran decisión. Prefirió ir al infierno por ti, que ir al cielo sin ti.


Idea extraída de “Y los ángeles guardaron silencio” de Max Lucado.

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