lunes, 4 de julio de 2011

El camino de la derecha

Después de varios meses de travesía, Carlos se encontró como tantas otras veces antes con una bifurcación. Esto suponía que tendría que tomar una decisión, elegir el camino de la derecha significaba que rechazaba el de la izquierda, suponía que, en el caso que el camino de la derecha acabara en adversidad, no solamente tendría que enfrentarse a ella para salir de una pieza, sino que también debería volver sobre sus pasos hasta ese punto, para esta vez tomar la elección adecuada. Eso lo sabía por otras veces que le había tocado elegir. Hasta ahora su buen tino había ayudado a que siempre pudiera seguir hacia delante sin volver sobre sus pasos.

Por eso precisamente esta vez, como las otras, meditó bien su elección y se decantó por el camino de la derecha. La senda parecía mejor, sin tantas malas hierbas, el camino se perdía en una colina, los pastos eran más verdes. Seguramente, o al menos eso soñaba Carlos, detrás de aquella colina al fin encontraría lo que tanto había buscado.

Habían pasado ya quince años desde que dejó su hogar. Una cruenta guerra que no entendía había obligado a su madre a huir con él cuando apenas tenía tres años. Por eso cuando su madre hubo muerto, el chico reunió todo lo que pensó que necesitaría para una travesía tan larga y se puso en camino para volver a lo que fue su hogar. Allí seguramente podría ser aceptado por su anterior pueblo, por su familia. Pero ahora estaba en el camino, en este momento, sus compañeros de viaje eran el recuerdo y la ilusión, la esperanza de un futuro mejor junto a alguien que le apreciara. En esto pensaba mientras marchaba a buen ritmo rumbo a la colina por el camino de la derecha.

Pero aquella decisión no fue tan bien recibida por la fortuna como las anteriores. A los pocos días de emprender el camino que decidió, comenzó una tormenta que duró una semana, una cual nunca había visto el joven en su corta vida. En medio de esta tormenta, Carlos ya no sabía donde refugiarse, qué hacer para resguardarse de la tromba que le venía encima. Fue entonces cuando se encontró con una pequeña tienda de pieles, con una pequeña zanja alrededor. Se acercó con cuidado y dentro vio un anciano. Carlos se llamaba, como él. Invitó al chico a pasar y refugiarse dentro de su habitáculo. Allí estuvieron hasta que pasó el temporal. El joven Carlos conoció a la primera persona desde que murió su madre y emprendió el camino. El anciano Carlos era un veterano de varias guerras, también perdió lo poco que le quedaba hacía unos meses y ahora iba vagando por los caminos. Solía decir que le gustaba vagar, ir por la naturaleza aprendiendo de cada paso, tomando decisiones vitales cada día, cometiendo errores de los que aprender, decía que la vida es un camino, y que cuando te paras, te mueres.

Cuando pasó el temporal, Carlos siguió hacia delante, acompañado por Carlos. Durante las semanas que estuvieron juntos, el joven aprendió más que en toda su vida, parecía como si el anciano siempre tenía la palabra de sabiduría apropiada para el chico, estaba sencillamente entusiasmado.

Y entonces, cuando todo parecía ir perfecto, una mañana, cuando amaneció y el joven Carlos salió a cazar un conejo para desayunar junto con su anciano tocayo, estaba frío como un témpano. Su piel pálida, sin vida. Su compañero de viaje ya había llegado a su destino, a su hogar, con los suyos. Lloró a su amigo, al único que tuvo en su vida, maldiciendo su suerte. Hizo el entierro más digno que pudo para su compañero de viaje, y decidió seguir, lleno de dolor y de rabia, pero continuar adelante. Si algo aprendió de Carlos, era que siempre hay que seguir adelante.

Otro día, según avanzaba, se topó con que el camino terminaba abruptamente. La senda que eligió, la de la derecha, culminaba en un barranco. Buscó alguna manera de cruzar por otra parte, pero era imposible, aquel vergel que vio cuando tomó la decisión de ir por aquel camino se había convertido en un desértico infierno, sencillamente, se había equivocado. Entonces estalló. Maldijo todo lo que existía. No lo entendía. Había gastado más de un mes en ese camino, había perdido a un amigo, había sufrido más de lo que se atrevía a aceptar. Había sido un fracaso, una pérdida de tiempo. Ahora debería volver sobre lo andado, perder más tiempo para encontrarse algo, no sabía qué. Estaba furioso, realmente cabreado, daba puñetazos a las piedras dando gritos mientras sus lágrimas regaban el desértico paisaje.

Y con esa rabia se quedó dormido. Soñó que su amigo Carlos le hablaba, le reprendía. En ese camino “erróneo”, había aprendido a sobrevivir en una tormenta, a buscar agua en el desierto, a cazar conejos para sobrevivir, a distinguir algunas plantas comestibles y medicinales, había aprendido tanto de Carlos que, de hecho, no le había dado tiempo a digerirlo, había conocido a un amigo, a alguien que, en el recuerdo, siempre le acompañaría, había conocido lo que era el respeto, la autoridad, la amistad, y lo que ahora tenía que recordar e interiorizar, que aquel barranco no era un error, que el final de ese camino no era sino el comienzo del siguiente, que un bache en la senda no debe ser un trauma, que cuando en ese camino que era su vida se encontrara con un barranco, no tendría que patalear y maldecir, sino seguir adelante, acordarse de lo mucho que había aprendido, levantar la vista y mirar al horizonte, a aquel lugar más allá de las colinas, al lugar al que poder llamar hogar.

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