sábado, 12 de febrero de 2011

Alejandro El Grande


12 de junio del 323 a. C.

Alejandro miraba al techo de su habitación del palacio de Nabucodonosor II mientras las gotas de sudor le recorrían todo el cuerpo.

La repentina enfermedad que le hacía arder las entrañas lo tenía postrado en cama desde hacía apenas 10 días y había hecho estallar la alarma entre todos los estratos del inmenso ejército de El Grande y preparado el terreno para un batallón de rumores sobre conspiraciones entre los generales o incluso de los mismos dioses.

El mismo Alejandro no podía evitar sospechar de cada persona que estuvo a su lado la noche de la fiesta en que cayó enfermo, aunque sabía quienes eran los responsables, cualquiera podría haber sido el artífice. La resaca de la borrachera pasada parecía, en un principio, ser la causa del terrible dolor de cabeza y del malestar general del primer día de la afección, pero eso fue solamente el principio. El día posterior le fue imposible levantarse de la cama y desde entonces los dolores solo habían aumentado.

Para él era seguro que alguien le había envenenado. Deseaban su imperio, su oro, su ejército, sus esclavos, deseaban todo lo que él representaba. Pero sabía qué era lo más valioso que atesoraba. Había unos pocos que conocían el secreto del Gran Alejandro, y los pocos que lo sabían le servían fielmente, esperando la oportunidad de robarle. Él lo sabía, los vigilaba, y había fallado.

Los altísimos techos hechos de ladrillos cromados con grandes dibujos de la grandeza de reyes pasados eran testigos de la caída de Alejandro III. Un gran rey no debía morir postrado en cama, un conquistador debería haber caído en una gran batalla, bajo el filo de un enemigo implacable, con el honor de una muerte de héroe. Desde la gran ventana, el verdor exuberante de los jardines colgantes se burlaban del moribundo, del altivo cadáver.

En su mente, mientras los miles de soldados pasaban delante de su agonizante cuerpo para dar la última despedida al gran capitán de Grecia mientras seguía vivo, solo había sentimientos de odio hacia los traidores con los que había compartido sudor, sangre, muertes y su misma mesa y le habían asestado una cruel puñalada por la espalda para conseguir su bien más preciado. Ahora ya no tenía ninguna manera de deshacerse del instrumento divino que le había otorgado la llave de toda Persia y del imperio mayor de la historia, y que a su vez le había condenado a muerte a la temprana edad de 32 años.

Alejandro ni siquiera podía hablar ya, el dolor era tal que, según los médicos, no debería seguir vivo. Pero para él, cualquier minuto que pudiera vivir más, era necesario para apartar a los sucios predadores del objeto que tantas victorias le había dado. Solamente podía sentir odio hacia sus asesinos. Ni un sentimiento de orgullo al haberse hecho un nombre que se recordaría durante milenios, ni de lástima por su imperio que se quedaba sin cabeza, ni de ganas de vivir tantos años como le tendrían que quedar. Solo odio.

Recordaba aquel día, hacía ya más de 10 años en que aquel ateniense, Jenofonte, uno de los héroes que volvieron del corazón de Persia, le dio aquella espada, según él, creada por el mismo Ares. Decía que se la robó al Gran Rey de Persia Artajerjes en la gran batalla que les condenó al largo peregrinaje para salir de aquel infierno. Contaba que durante meses el mismo Rey les persiguió con su vasto ejército, y que en aquella ocasión fue cuando vio el enorme poder de la espada. Cada vez que el ateniense levantaba la espada y atacaba a sus enemigos, el ejército se hacía invulnerable, los escudos griegos no eran flanqueados y las lanzas de sus enemigos reventaban al chocar contra sus armaduras. Vencer los vientos, las nieves y el abrasador sol fue mucho más difícil, pero los dioses les regalaron aquello para que pudieran salir con vida de aquellas tierras. También le contó que en sueños, el mismo Ares le dijo que la espada se la había dado para que se la legara a Alejandro de Macedonia, era el instrumento que usaría el mismo dios para vengarse de las afrentas hechas por los persas a los griegos y a su misma persona.

Jenofonte no sobrevivió a la conquista de los persas pero el regalo que le hizo al emperador fue la clave de la campaña. Cuando Alejandro portaba aquella espada, la victoria estaba asegurada, era como si el mismo Ares estuviera luchando por cada uno de su ejército. Con aquel regalo de los dioses, la conquista del mundo era tan solo cuestión de tiempo.

Pero fue engañado. Como en la mayoría de los imperios, la ruina de Tre-Qarnayia llegó de su mismo corazón, de su gente de confianza, de los cuales a quienes había legado su máximo secreto, pero ya no podía hacer nada, solo odiarles. Y eso pensaba hacer, les odiaría hasta que pudiera sacarles los ojos él mismo en el Hades.

Abrazado a su espada agonizaba hasta morir el más grande de toda Grecia, el conquistador del mundo. Al menos hasta que el aire abandonara su frágil cuerpo, nadie le robaría su joya.

Entre los generales, sentados en una mesa cercana a la cama del Magno, Casandro se relamía. La conquista del mundo estaba en sus manos. Había destruido lo único que le alejaba de su destino, pasar a la historia como el Gran General, el Máximo Rey. Se le compararía con un dios, se diría de él que era descendiente de la mismísima Atenea.

En cuanto el rey diera un último respiro, robaría la llave de la divinidad, y a él nadie se la arrebataría.

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