En
medio de la imponente cúpula celestial, cargada de miles y miles de
estrellas, todas tan perfectas, tan inmutables, se encendió una
nueva. Una que ni los más ancianos recordaban, una de la que jamás
se había leído en los antiquísimos rollos que manejaban los más
sabios. Una que, por su fulgor, su magnificencia, su posición y su
gloria, solamente podía significar una cosa para aquellos magos que
escudriñaban los cielos en busca del momento, de la verdad, de Dios.
Había
llegado, había nacido. Sus vidas habían dedicado al estudio de las
señales, a la búsqueda entre el saber antiguo, entre las
revelaciones divinas, entre la propia naturaleza, que les llevaran a
vislumbrar este momento, el momento en que Dios mismo bajaría a la
tierra a poner paz, a reinar, a imponer justicia, a redimir a su
pueblo, a bendecir al mundo. Y había llegado.
Prepararon
el largo viaje que les separaba de su destino. Según sus estudios,
la estrella les guiaba hacia Israel, el pueblo escogido por el
Creador para manifestar su justicia, gloria y bendición al resto de
la humanidad. Y hacia allí se dirigieron, equipados con regalos
dignos del rey que había nacido. El camino sería largo, seguramente
estaría cargado de peligros, pero la recompensa merecía la pena,
por supuesto que la merecería.
Y
ante ellos se alzaba Jerusalén, la Ciudad de David. El lugar en que
estaba el Templo del Altísimo, los palacios de los príncipes, del
rey de Israel. Allí estaba la gloria que debía haber rodeado el
nacimiento de tan insigne bebé. Así que fueron al palacio de
Herodes, si el niño no estaba allí, él sabría dónde encontrarle.
Pero, al parecer, se equivocaron.
El
rey no sabía nada acerca del nacimiento de ningún otro rey en sus
tierras. Pero si alguien lo sabía, eran los sacerdotes, los escribas
y todos aquellos que dedicaban sus vidas al estudio de las escrituras
antiguas de los profetas. Allí debería estar predicho en qué lugar
nacería este Rey que gobernaría sobre todo y para siempre. Y así
fue. Apenas hizo falta preguntar al sacerdote de menor rango para que
lo supiera, cualquiera que hubiera estudiado minimamente a los 12 lo
sabría, sin ninguna duda. El profeta Miqueas apunta sin oscuridad ni
sombra de dudas a Belén Efrata como el lugar donde nacería el
Mesías, el pastor que guiaría a su pueblo, aquel que sería
gobernante en Israel, aquel cuyos días son desde la eternidad.
Con
buenas palabras, Herodes envió a los magos a ver al gran rey que
había nacido en Belén. Pero a su alrededor ya se alzaba una conjura
de sombras que le guiaban a cometer una atrocidad como pocas ha
habido en la historia. Les dijo que cuando le hubiesen presentado sus
respetos y lo hubieran adorado, volvieran a Jerusalén para decirle
de quién se trataba y dónde estaba para que él mismo fuera a
adorarlo. Una vez más, las sombras movían oscuras fichas para
asesinar a la esperanza de la humanidad. El rey de Israel no dejaría
vivo a nadie de quien se dijera que iba a suplantar su trono.
Y
allí lo encontraron. El Rey del mundo, el hijo de David, aquel de
quien el gran profeta Isaías dijo: “Porque un niño nos es
nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se
llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno,
Príncipe de Paz.”
Todo
fue mucho más impresionante de lo que jamás hubieran soñado. No
solamente Dios se había acercado a los hombres humillándose a sí
mismo, sino que había llegado a nacer entre bestias y suciedad.
Olvidado de los hombres. Aquel para el que el mayor palacio de la
humanidad habría sido poco en magnificencia, había elegido nacer en
un establo, pasar sus primeros momentos en un pesebre. Dios había
nacido, el Rey había llegado, pero no solamente eso. En su primer
respiro en nuestro mundo ya había hecho toda una declaración de
intenciones de lo que sería su vida, su crecimiento, incluso su
muerte. El Rey del mundo no venía a ser servido, ni a recibir. El
Creador venía a dar, a bendecir.
Se
arrodillaron ante tan majestuosa muestra de humildad, ante tan
solemne manera de expresar autoridad, sin palabras. A sus pies
dejaron los presentes que trajeron. Oro, incienso y mirra.
Sencillamente perfectos. El oro para el Rey que nacía, el incienso
para el Dios que, aún hecho carne, merecía toda gloria y la mirra.
Mirra que, en ese momento no tenía mucho sentido, pero más adelante
lo tendría, totalmente. La mirra es una sustancia que se obtiene de una resina, muy amarga, que se usaba como ungüentos y, sobre todo para embalsamar cadáveres.
Cuando
hubieron hecho lo que fueron a hacer, aquello para lo que habían
nacido, pusieron camino de vuelta a Jerusalén. Pero tuvieron un
sueño. En él, un ángel se les aparecía avisándoles de los planes
de Herodes. Así que dieron media vuelta y volvieron a su tierra sin
decirle nada al rey.
Pero
una vez más las sombras gritaron a los oídos de los hombres en
contra del plan de Dios. Herodes, al verse traicionado por los magos,
ordenó el asesinato masivo y sistemático de todos los niños
menores de 2 años de Belén y los alrededores.
José,
el marido de María, fue avisado por ángeles para que huyeran.
Fueron a Egipto.
Dios
estaba aquí, los planes demoníacos solamente lograban hacer que
Jesús cumpliera todas y cada una de las profecías que de él se
habían hecho. Los planes de Satanás estaban siendo usados
magistralmente por Dios para hacer lo que quería hacer, no dejar
ninguna duda acerca de la naturaleza de este hombre. Hombre que nació
en un establo, huyó para salvar su vida sin siquiera tener edad para
andar, creció como un anónimo, hizo milagros, vivió una vida
santa, expresó palabras jamás dichas por nadie anteriormente,
revolucionó el mundo, fue acusado injustamente, asesinado
brutalmente, resucitado con poder, dejado su huella en la historia hasta
tal profundidad que jamás será borrada y que volverá para reinar,
con la gloria y el poder que le pertenecen.
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