El pequeño pueblo había multiplicado
sus habitantes en apenas una semana. El edicto del César, que
ordenaba a todos los habitantes del imperio empadronarse en el pueblo de sus padres, había
obligado a mucha gente a volver a la pequeña Belén.
El viaje había sido largo y tortuoso.
Y frío, muy frío. Era una locura ponerse a viajar hasta Belén
desde Nazaret en estas fechas, y la pareja había intentado retrasar
la partida hasta que naciera el pequeño, pero ya no habían podido
retrasarlo más y habían tenido que salir. Y fue en el momento en
que pasaron junto a las pequeñas puertas del pueblo, cuando María
tuvo su primera contracción.
Agarró la mano de su amado
fuertemente. Le miró a los ojos con una mirada cargada de miedo.
José le envolvió la mano con las suyas, quería hacerle saber que,
pasase lo que pasase, él la protegería. La protegería a ella y al
pequeño que llevaba en sus entrañas, ese que ahora, en el peor
momento posible, se esforzaba por salir.
Pasaron cerca de una posada, fueron a
preguntar a la puerta. Estaba llena, incluso tenían a gente
hospedada en lugares donde no solía, y ya le informó que así sería
en todo el pueblo. Habían llegado demasiado tarde, ahora ya no
encontrarían un lugar donde hospedarse. Ni el estado de la joven, ni
sus gritos de dolor conseguían arrancar misericordia del tabernero,
ni de ningún otro. Se les cerraron todas las puertas. Incluso
llegaron a llamar a puertas de casas particulares para que les
hicieran el favor de dejarles dormir. A nadie se le enterneció el
corazón, aquello parecía una pesadilla.
Las mismas sombras que habían estado
motivando y volviendo locos a los que intentaron asesinarlos en medio
de la enorme batalla espiritual que se desató en el camino a Belén,
ahora estaban petrificando los corazones de los habitantes de Belén.
Aquellos que habían sido contenidos con firmeza por las legiones de
Miguel, ahora habían cambiado de estrategia, ahora iban a negar a la
pareja toda posibilidad de dar un techo al bebé, lo que aquella
noche significaría, con toda seguridad, la muerte.
Pero dejaron escapar un pequeño
detalle. Hubo un hombre, un ganadero, que negó la posibilidad de un
lecho a la pareja en su hogar, pero les permitió quedarse en su
cuadra. José estaba desesperado. En aquella situación, un montón
de pajas podría hacer perfectamente las veces de lecho. Un buey y su
mula, podrían dar calor al bebé y a la joven como una hoguera, y el
pesebre para que comieran las bestias, podría hacer las veces de
cuna. La pareja aceptó, dando gracias a Dios y bendiciendo a aquel
hombre. Había salvado la vida de María y del pequeño.
La sucia y maloliente cuadra de Belén
fue el lugar que recibió al Rey de reyes. Los ángeles se
arremolinaban a su alrededor para adorarle, para ofrecerle tributo.
Al fin, el momento tan esperado, tan soñado, había llegado. Miles
de personas habían muerto soñando con ese momento, incluso viéndolo
nubladamente. Y allí estaba.
Unos pastores hacían noche cerca del
pueblo. Ellos fueron testigos del coro celestial que anunciaba la
llegada del Rey. El Cielo entero estaba de fiesta. El plan que comenzó en el Edén se hacía realidad. Dios mismo tomaba forma de
hombre, con un propósito muy claro, un propósito que le llevaba
directamente a la cruz.
El Emperador del Universo se hacía carne. Y no nacía en un palacio, ni rodeado de los mayores lujos,
ni poder o autoridad humanos, no. Lo más importante que le ha
sucedido al hombre en su historia, ante lo cual contenían la
respiración en absoluta adoración al completo las huestes
celestiales, nacía en un pesebre, entre bestias malolientes, en una
familia modesta, en medio de una batalla espiritual.
Y es así como debería ser. El camino
hacia la cruz había comenzado. Y nada lo torcería, nadie lo
tapiaría. Dios estaba entre nosotros con una misión clara. Y ahora
ya respiraba, ya era sangre y carne, ahora ya era completamente humano, el Creador de los Cielos y la Tierra. Este
bebé envuelto en pañales, acostado en un pesebre, adorado por
pastores y calentado por bestias, ya tenía la mente puesta en el
Golgota.
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