sábado, 24 de diciembre de 2011

Aquel invierno II: Aquella Navidad


El pequeño pueblo había multiplicado sus habitantes en apenas una semana. El edicto del César, que ordenaba a todos los habitantes del imperio empadronarse en el pueblo de sus padres, había obligado a mucha gente a volver a la pequeña Belén.

El viaje había sido largo y tortuoso. Y frío, muy frío. Era una locura ponerse a viajar hasta Belén desde Nazaret en estas fechas, y la pareja había intentado retrasar la partida hasta que naciera el pequeño, pero ya no habían podido retrasarlo más y habían tenido que salir. Y fue en el momento en que pasaron junto a las pequeñas puertas del pueblo, cuando María tuvo su primera contracción.

Agarró la mano de su amado fuertemente. Le miró a los ojos con una mirada cargada de miedo. José le envolvió la mano con las suyas, quería hacerle saber que, pasase lo que pasase, él la protegería. La protegería a ella y al pequeño que llevaba en sus entrañas, ese que ahora, en el peor momento posible, se esforzaba por salir.

Pasaron cerca de una posada, fueron a preguntar a la puerta. Estaba llena, incluso tenían a gente hospedada en lugares donde no solía, y ya le informó que así sería en todo el pueblo. Habían llegado demasiado tarde, ahora ya no encontrarían un lugar donde hospedarse. Ni el estado de la joven, ni sus gritos de dolor conseguían arrancar misericordia del tabernero, ni de ningún otro. Se les cerraron todas las puertas. Incluso llegaron a llamar a puertas de casas particulares para que les hicieran el favor de dejarles dormir. A nadie se le enterneció el corazón, aquello parecía una pesadilla.

Las mismas sombras que habían estado motivando y volviendo locos a los que intentaron asesinarlos en medio de la enorme batalla espiritual que se desató en el camino a Belén, ahora estaban petrificando los corazones de los habitantes de Belén. Aquellos que habían sido contenidos con firmeza por las legiones de Miguel, ahora habían cambiado de estrategia, ahora iban a negar a la pareja toda posibilidad de dar un techo al bebé, lo que aquella noche significaría, con toda seguridad, la muerte.

Pero dejaron escapar un pequeño detalle. Hubo un hombre, un ganadero, que negó la posibilidad de un lecho a la pareja en su hogar, pero les permitió quedarse en su cuadra. José estaba desesperado. En aquella situación, un montón de pajas podría hacer perfectamente las veces de lecho. Un buey y su mula, podrían dar calor al bebé y a la joven como una hoguera, y el pesebre para que comieran las bestias, podría hacer las veces de cuna. La pareja aceptó, dando gracias a Dios y bendiciendo a aquel hombre. Había salvado la vida de María y del pequeño.

La sucia y maloliente cuadra de Belén fue el lugar que recibió al Rey de reyes. Los ángeles se arremolinaban a su alrededor para adorarle, para ofrecerle tributo. Al fin, el momento tan esperado, tan soñado, había llegado. Miles de personas habían muerto soñando con ese momento, incluso viéndolo nubladamente. Y allí estaba.

Unos pastores hacían noche cerca del pueblo. Ellos fueron testigos del coro celestial que anunciaba la llegada del Rey. El Cielo entero estaba de fiesta. El plan que comenzó en el Edén se hacía realidad. Dios mismo tomaba forma de hombre, con un propósito muy claro, un propósito que le llevaba directamente a la cruz.

El Emperador del Universo se hacía carne. Y no nacía en un palacio, ni rodeado de los mayores lujos, ni poder o autoridad humanos, no. Lo más importante que le ha sucedido al hombre en su historia, ante lo cual contenían la respiración en absoluta adoración al completo las huestes celestiales, nacía en un pesebre, entre bestias malolientes, en una familia modesta, en medio de una batalla espiritual.

Y es así como debería ser. El camino hacia la cruz había comenzado. Y nada lo torcería, nadie lo tapiaría. Dios estaba entre nosotros con una misión clara. Y ahora ya respiraba, ya era sangre y carne, ahora ya era completamente humano, el Creador de los Cielos y la Tierra. Este bebé envuelto en pañales, acostado en un pesebre, adorado por pastores y calentado por bestias, ya tenía la mente puesta en el Golgota.


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