viernes, 10 de junio de 2011

El vaso de barro

Probablemente, aquellos que me conocéis, opinaréis que todo esto que estoy compartiendo con vosotros acerca de mi fe, me queda grande. Y la verdad es que es así.

Estoy defendiendo un modo de vivir al que aspiro pero que está muy lejos de ser el que experimento día a día. Estoy hablando de un Dios tan inmenso, tan enorme, tan inalcanzable que ni yo mismo llego a entenderlo plenamente. Son tantas las ocasiones en que veo que estoy fallando en términos humanos que cuando me pongo a pensar en la justicia de Dios, ciertamente me da vértigo.

Pero, por otra parte, me alegro que sea así. Está claro que me gustaría ser más capaz de poder mostrar mi esperanza por medio de mi propia vida de una manera mucho más clara, y creedme que estoy en ello, pero de esta manera puedo afirmar que la gloria es para Dios por lograr hacer algo conmigo, y no mía, porque aseguro con toda sinceridad que yo no puedo, que yo no sé.

En la segunda carta de San Pablo a la iglesia en Corinto capítulo 4 versítulo 7 dice: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”. Este mensaje tan importante es dejado en manos de alguien tan sumamente imperfecto como yo.

Por esto precisamente me gustaría aprovechar la entrada de hoy para, sencillamente pediros perdón por la cantidad de veces que dejo ver lo malo que hay en mí en lugar de hacer ver al Dios que me impulsa, por cada ocasión en que doy preferencia al pobre barro que yo soy, a las grietas, a la pintura rota, al asa partida en lugar de centrarme en el tesoro tan valioso, en el Dios de mi vida.

Así que, con toda sinceridad os digo, yo no soy perfecto, aún demasiado me falta para lograrlo. Pero no toméis en cuenta demasiado el barro destrozado, intentad ver más adentro, intentad buscar el tesoro que aguarda en el interior.

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