jueves, 16 de junio de 2011

¿Por qué no les dejamos en paz?

Ahmed es un nigeriano de 35 años. Durante toda su vida, ha vivido en casa de sus padres, y después en la suya propia de la manera más digna posible. Jamás le había faltado trabajo que hacer ni pan que llevarse a la boca.

Desde que se casó con Yasmín, habían prosperado. Cuando contrajeron matrimonio, tenían una vaca, un pequeño terreno para sembrar hortalizas y una casa que el mismo Ahmed construyó con sus manos al lado de la casa de sus padres. Habían llegado a tener 5 vacas, comprar otro terreno para otro pequeño huerto y habían ampliado su hogar para acoger a los 2 niños y las 3 niñas que ahora tenían que alimentar. No tenían para comprar un coche, ni para poner agua ni luz en su casa. No tenían para mandar a sus hijos a la universidad ni para comprarles una videoconsola. Pero tenían para vivir. Tenían para garantizar un futuro a sus hijos, probablemente no ganarían un premio nobel, pero sí tendrían para darles lo suficiente para comenzar sus nuevas vidas cuando se casaran, como con ellos habían hecho sus padres.

Con la leche de las 5 vacas, podían comprar el resto de los alimentos para sobrevivir, y sobraba, también de ahí daban a una vecina que les fabricaba ropa para todo el año. Los huertos daban para poder comprar otras cosas, incluso algunos caprichos. Cada viernes, para celebrar el día de oración, se permitían comer pollo. Incluso algunos viernes podían comer cordero.

Entonces fue cuando unos señores pálidos de tierras lejanas decidieron que esta pobre gente necesitaba ayuda. Les enviaron gratuitamente miles de kilos de leche en polvo, entre otras muchas provisiones para paliar su hambre.

De pronto, Ahmed se vio obligado a competir con un enemigo que regalaba la leche. No era tan buena como la suya, pero ya nadie compraba su leche teniéndola gratis. Para alimentar a su familia tuvo que vender una vaca, pero eso solo llegó para las primeras dos semanas. En pocos meses ya no tenía ninguna vaca. Después tuvo que vender un huerto, después el otro.

Ahora Ahmed no tiene nada. Necesita la ayuda de estos señores pálidos para sobrevivir. Señores pálidos que para nada están interesados en su supervivencia, ni en la suya ni en la de ninguno de sus compañeros.

Foday era un pequeño comerciante de un precioso valle de Sierra Leona. Tenía 30 años y aún seguía soltero. Argumentaba que con la vida que llevaba no podría convivir con una mujer, sin aceptar que nunca fue un don Juan. Pero el caso es que tenía un par de hijos en dos aldeas cercanas por donde hacía la ruta.

Con una carreta tirada por un mulo, recorría los escasos 10 kilómetros que separaban las dos aldeas donde trabaja en la región de Rubum. Diariamente dos veces. Solía llevar pequeños animales como perros o pollos, o frutas, u hortalizas. Lo que fuera con tal de poder ganar algo de dinero para tener algo que llevarse a la boca. No tenía casa, dormía en el carro cada noche, donde había preparado un pequeño tejadillo para aguantar las lluvias.

Y un día, después de muchos años, vio un hombre blanco. Desde que era pequeño no veía ninguno. El caso es que desde ese día, vio muchos más. Según se enteró por medio de un amigo, los hombres blancos estaban interesados en los diamantes de las montañas, darían mucho dinero por ellos. Enriquecerían la tierra.

Foday ya se veía transportando diamantes en lugar de perros. Tendría un coche como los ricos, en lugar del viejo carro. Tendría una gran casa con una preciosa mujer y varios hijos legítimos.

Pero aquellos diamantes no trajeron lo que Foday esperaba. Para empezar, él jamás vio un león de los diamantes. Pero lo peor estaba por llegar.

La histeria colectiva por los diamantes no tardó en explotar. Seguida por una guerra civil para luchar por el control de las minas y de los medios de distribución. Un día, según hacía su ruta convencional, Foday contempló sorprendido cómo una bala mató a su caballo, a los pocos segundos, unos pocos hombres bajaron por la colina rifle en mano apuntándole. Le obligaron a hacerse soldado, a matar a otros por unas piedrecitas brillantes.

Dos semanas fue un soldado. Porque después de ese tiempo, cuando iban a tomar uno de los pueblos en los que él había trabajado, se encontró con que estaba siendo defendido por otro grupo de soldados, probablemente también forzosos, entre los que se encontraba su pequeño hijo de 6 años con un rifle más grande que él y el pecho recubierto de ristras de balas.

Cuando le tuvo a tiro, no apretó el gatillo, bajó el arma y fue la bala de su “superior” el que le atravesó la cabeza, por no asesinar a su hijo, por no anteponer los diamantes del hombre blanco a la vida de su vástago.

Estas dos historias son inventadas, pero están basadas en las historias de miles y miles a lo largo y ancho de todo África. Posiblemente ellos podrían estar mejor, podrían apañárselas de otra manera y convertirse en el ideal de dignidad, prosperidad y democracia que nosotros somos (o, al menos, eso dicen). Pero lo que está claro es que cada vez que hemos intentado meter las zarpas en sus tierras, solamente ha sido para muerte y para miseria. A lo que yo me pregunto muy seriamente, ¿por qué no les dejamos en paz?

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