Hace unos años, había un padre y su hijo que viajaban con su burro desde su pueblo a otro para mostrárselo a un posible comprador.
El caso es que el camino era bastante largo y, para que el burro no se cansase demasiado, decidieron que irían andando. De esta manera el asno llegaría bien lustroso y sano para que lo viera el comprador.
Cuando pasaron por el primer pueblo de su ruta, todo el mundo se paraba y les miraba descaradamente. Vieron que la mayoría se reía entre dientes. Escucharon algunos que cuchicheaban con sus compañeros diciendo: “¿habéis visto este par de pringaos? Van con un burro el padre y el hijo, el par de tontos y ninguno va montado en él, seguramente sean tan tacaños que tengan miedo de desgastar al burro, ¡vaya par de idiotas!”
El padre, humillado, pensó que la gente podría tener razón y que quizá debería ir montado su hijo en el burro para que se cansase menos el niño y así el burro tampoco llegaría demasiado fatigado. Así que agarró al chico y lo subió al burro para continuar su travesía.
En el siguiente pueblo que cruzaron, iba el padre guiando al animal y el chico subido encima. También vieron que todo el mundo se les quedaba mirando, pero esta vez no se reían, esta vez eran miradas inquisitorias las que atravesaban a los paseantes. Escucharon las conversaciones de alguno, “Pues no tiene poca vergüenza el chico, el pobre padre andando y el joven tan feliz y tan contento subido encima del burro. Hace falta ser desgraciado para tener al padre andando con el calor que hace.”
Cuando hubieron atravesado el pueblo, el padre pensó que quizá tenían razón, así que bajó al crío del burro y se subió él. Así llegaron al tercer pueblo.
Cuando lo anduvieron cruzando, también todo el mundo se paraba y les miraba, esta vez las miradas eran más como exámenes. La cara de la gente era como una condena hacia el padre, mientras miraban con ternura al chico que guiaba al burro. “Menudo padre más desvergonzado, él va encima del burro tan contento, mientras el pobre crío tiene que ir andando. A saber de dónde vendrá el pobrecito andando mientras su padre va sentado, seguramente le irá riñendo y todo.”
El padre, ya seriamente cansado de las opiniones de la gente de los pueblos, decidió que, para que nadie se quejase en el siguiente, lo que haría sería montar también a su hijo en el burro, así nadie iría andando y no tendrían motivos para juzgarle por nada.
Cuando llegaron, aún las miradas eran peores. Parecía como si, de pronto, todo el mundo odiase a ese hombre. “¡Habrase visto!, ¡vaya par de zánganos!. Pues ¿no van los dos tan felices y tan contentos subidos a lomos del pobre burro y el pobre animal no puede ni respirar?. ¡Más les valdría tener un poco más de vergüenza y dejar al asno vivir en paz!.
Cuando el hombre con su hijo y el burro hubieron llegado al fin a su destino, habían aprendido una valiosísima lección. Si lo que intentas al hacer algo es agradar a la gente, no seguirás lo que tú piensas que es mejor, y hagas lo que hagas, jamás tendrás a todos contentos.
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