jueves, 17 de marzo de 2011

El Azote de Dios

Enero del 453.
Palacio de Atila.

Los soldados, los líderes de las tribus que se habían rendido voluntariamente al dominio de Atila el huno, las mujeres de la servidumbre, los sacerdotes, los nobles hunos, todos dormían. La fiesta de la noche anterior fue algo escandaloso, casi inmoral. Pero la ocasión lo merecía. Atila había contraído matrimonio con la hermosísima Idico, una princesa goda tan preciosa que Atila no lo dudó en cuanto la vio, como hacía con todo lo que quería, simplemente lo conquistaba, por las buenas o por las malas, para eso él era el escogido, según los cristianos “El azote de Dios”, según sus sacerdotes, “El escogido de Marte”.

Al menos esa es la idea que quería seguir dando. Hacía poco que había regresado de tierras itálicas, generando una de las principales incógnitas del mundo antiguo. Después de destruir toda oposición en el norte, había hecho huir al emperador Valentiniano de la capital, Rávena, a Roma. Parecía imparable, de hecho, era imparable. Atila tenía un arma secreta, un arma que nadie podía vencer, que le garantizaba el poder de Marte en la batalla.

8 años atrás ocurrió algo que rubricó su elección por parte del gran Marte. Un ganadero encontró, siguiendo el rastro de sangre de una bestia, una espada escondida en una cueva de la costa este del Adriático, una espada negra que brillaba con brillo literalmente celestial. Aquella espada, según descripciones del mismo ganadero cuando se la entregó, fue creada por el mismo Marte, para que la portara su elegido, el gran Atila. Con ella heriría el costado de los Romanos, destruiría su corazón, derrumbaría Constantinopla, subyugaría la tierra.


Desde ese día, nadie había sido capaz de resistir a su mando supremo, casi divino. Ni siquiera su hermano Bleda, que en cuanto supo de la existencia de la espada de Marte, tuvo que encontrar la muerte.

Cuando se acercaban a Roma, un emisario romano informó que se aproximaba una embajada para llegar a un acuerdo sin que se derramara más sangre. Atila puso una serie de condiciones para que tuviera lugar esa reunión, como la concesión automática de tierras y de mujeres para “El azote de Dios”.

A orillas del río Po, Atila y su corte militar se reunieron con el Papa León I, el prefecto Trigecio y con el cónsul Avieno. El resto del mundo no sabía que pasaba en esa reunión secretísima, nadie en la historia tendría conocimiento jamás, aquella sería una de las mayores dudas de la historia. El caso es que a aquella reunión Atila llegó como el gran conquistador, el Azote, el semidios, el destructor; y cuando salió, prácticamente huyó a su palacio, sin reclamar ni siquiera lo que había exigido antes de la reunión, ni las tierras que ya había conquistado en la península Itálica. Entró como el rey y salió como un esclavo que huye.

Pero Atila sabía lo que había pasado. Instantes antes de la famosa reunión, cuando Atila se estaba poniendo su armadura de gala, no localizó la espada de Marte. En ese momento se volvió loco, necesitaba esa espada, era su seguro, sin ella no podía reclamar todo lo que quisiera al líder de los cristianos, sin ella él era un hombre normal, no era un semidios, ni el elegido por nadie, no era absolutamente nada. Sin ella era uno más, y él no se podía permitir eso, sencillamente no podía. Así que, después de buscarla por todas partes infructuosamente, se vio obligado a reunirse sin ella, pero dejó todo un batallón de hombres removiendo el campamento para encontrarla.

Fue en el momento preciso en que Atila tenía que empezar a hacer sus exigencias, cuando su capitán entró y le informó, la espada había desaparecido, probablemente hubiera sido robada. Todo lo que Atila pudo hacer fue pactar una retirada lo más honrosa posible, tratando de ocultar toda la información que pudiera para que nadie supiera de su patética vuelta a casa.

Desconocía quién podía haber sido el que le robó el mítico instrumento de control, solamente sabía de una persona que hubiera podido ser, su escudero que desapareció aquel aciago día. Ahora, su único consuelo era el quedarse en sus tierras y confiar en que nadie tratara de destruirle, ahora el miedo llenaba su cuerpo, sabía que estaba indefenso, sin esa espada era un mortal más, y eso después de haber tocado el Olimpo era algo frustrante.

Así que aquella boda logró olvidar un poco su traumática situación. El vino siempre le había venido bien para olvidar los fracasos, y si estaba acompañado de mujeres bellas, todavía tenía más gracia.

Aquella mañana soñó con su niñez, con las peleas que hacía con su hermano Bleda mientras entrenaban, hermano que mató con aquella espada, bajo la atenta mirada de su padre Mundzuk. Al menos en su sueño aquellos eran buenos tiempos. Pero la plácida batalla con las espadas de madera, fue truncada por la suave mano de su recientemente adquirida esposa. Cuando se despertó, vio su rostro, tan bello que dañaba la vista. Ella demandaba más de él, aquella primera mañana de casados, ella quería más de lo que hubo en la mágica noche de bodas, o al menos eso pensaba él. Pero antes, para que Atila lograse superar sus fracasos y su resaca, Idico le ofreció una copa de vino, que Atila bebió sin muchas ganas, la cabeza le dolía.

Fue unos pocos minutos después cuando Atila se dio cuenta que algo andaba mal. Su vista se nublaba más de lo normal, incluso más que la noche anterior. La cabeza le comenzó a doler aún más y las caricias de su mujer empezaron a arder como agujas hincadas en su piel. Aquella zorra le había envenenado, tendría que haber hecho caso a su difunto hermano y nunca fiarse de un godo. Pero entonces ya era demasiado tarde, lo que su reina quisiera hacer de él, podría hacerlo. Dejó de poder moverse. Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando sin que pudiera hacer nada, estaba vendido a la goda.

Lo último que vio fue al hermano de su reciente mujer entrar por entre las cortinas que flanqueaban su lecho. Iba con su armadura, él parecía no haber bebido la noche anterior, había tenido algo mejor que hacer, y es que en cuanto vio lo que tenía en su mano, y quién le seguía, lo comprendió todo.

Detrás de él estaba el escudero de Atila, el maldito traidor, desaparecido mientras tenía lugar la reunión a orillas del Po. Y en su mano blandía una bella espada negra forjada por el mismo Marte. Espada que daría a los godos 3 años más tarde las llaves de Roma, y de los tesoros de todo el imperio romano de occidente. Espada que otorgaría a su tribu un nombre que perduraría en la historia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno! me gusta estas entradas con referencias históricas y la forma en que das fuerza al relato es perfecta para esta historia. Daniel Muñoz

Entradas populares