En la última entrega de la serie del dinero, nos quedamos a mediados del siglo XX, cuando para mantener
estable el precio del dinero, se decidió que solamente el dólar
fuera convertible en oro, y el resto de las monedas, en dólares.
Pero para llegar hasta ese punto, tuvieron que pasar muchas cosas, y
muchas de las cuales no fueron tan sencillas y simples como
explicaba, pues miles de años dan para mucho. Hoy me gustaría
contaros una excepción a esta progresión, por la que, teóricamente,
tendríamos que siempre ir hacia algo nuevo sin “involucionar”.
Pero no es una excepción cualquiera, es una excepción que se
extendió por toda Europa y se alargó durante siglos.
La economía florecía por la cuenca
mediterránea durante siglos, mediante un comercio boyante impulsado por la paz y la
protección reinante en el “gran lago romano”, los grandes
puertos y la inmensa red de calzadas construidas con los impuestos de
millones de almas, unido a la facilidad logística que supone un
sistema monetario unificado y la tremenda ventaja de tener únicamente
dos lenguas para todo el imperio, hicieron que lugares tan lejanos
como Gran Bretaña y Jerusalén estuvieran tan unidas como hoy lo
están París y Madrid. En estas condiciones, y siempre bajo el
amparo imperial, la economía para los comerciantes solamente podía
ir a mejor.
Pero esta situación ideal, casi utópica, no podía
durar eternamente. Al igual que los vándalos, de los que hablábamos
el otro día, otros muchos pueblos germánicos atravesaron las
fronteras del imperio e invadieron toda la zona occidental. Así, con
los vándalos en el norte de África, los visigodos en Hispania, los
lombardos en la península Itálica, los francos en la Galia y los
anglos y los sajones en las islas británicas, entre otros, se fue
apagando la Pax Romana, florecieron los piratas, los
asaltadores, la situación idílica terminó y el comercio fue
reduciéndose.
Pero el fin definitivo llegó con el
avance árabe. Empezaron asolando el imperio bizantino, pero pronto
se expandieron por África, desembarcaron en el reino visigodo de Toledo y
llegaron hasta el mismo corazón de la Galia donde por fin, fueron
detenidos.
A resultas de esto, el comercio tuvo
que replegarse. El Mar Mediterráneo, tan seguro y afable antaño, se
había convertido en un nido de víboras. Así, la economía se vio
forzada a localizarse y que cada zona sobreviviese con sus propios
recursos. De esta manera, en la época carolingia, era complicado encontrar
monedas, tan abundantes unos siglos atrás.
En estas circunstancias, la tierra
valía mucho más que el dinero por eso, llegó a ser la
principal moneda de cambio. Los grandes señores ya no querían
grandes riquezas, sino extensiones de tierras cuanto más grandes y
fértiles, mejor. Cuando los reyes querían pagar a un siervo, no le
daban honores ni riquezas, le pagaban con tierras. De esta manera,
las grandes extensiones que pertenecían a los grandes señores, poco
a poco fueron dividiéndose en porciones de tierra más pequeñas por diferentes
pagos a los súbditos que, a cambio, les debían lealtad y honor. Y
así nació el feudalismo.
Pero este sistema tenía un gran
problema, y es que las tierras son un bien tangible, explotable e
innegable, pero la lealtad y el honor son bienes, digamos, efímeros.
Así, el poder real e imperial fue desvaneciéndose entre los
diferentes nobles, en detrimento de los reyes o emperadores, y pronto
se convirtieron los propios nobles en personajes mucho más
influyentes e importantes que incluso algunos reyes a los que
supuestamente debían lealtad. Esto provocó que se sucedieran las
guerras y las confrontaciones entre diferentes nobles del mismo
estado, debilitando la cristiandad y postergando tanto tiempo la
reacción lógica ante los avances imperialistas de los musulmanes,
las cruzadas.
1 comentario:
Genial lección histórica.Receta para aquello que crean tener una nación impermeable a los cambios del tiempo.
Gran trabajo
Un abrazo hermano!!
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