martes, 31 de mayo de 2011

El Juez

Había en una ciudad de un país lejano un Juez. Este Juez era respetado por toda la ciudad porque siempre impartía justicia de una manera exquisita. Todos aquellos que habían sido condenados por él, aunque tuvieran que sufrir el pago de lo que habían hecho, siempre eran conscientes que aquella condena que les había impuesto este Juez era completamente justa y merecida. Su manera de impartir ley era tan delicada que nunca había tenido un caso en que los acusados se hubieran quejado de sufrir una condena demasiado severa, y tampoco se había dado el caso en que los acusadores estuvieran disconformes con la levedad de la pena.

Pero este juez iba mucho más allá. No solamente cumplía con su tarea de impartir justicia de una manera tan esmerada y perfecta, sino que realmente su vida la había dedicado a la justicia. Su amor a la ley y a la responsabilidad individual era tal que literalmente había consagrado su vida a esto. No podía ver una injusticia por la calle sin tratar de arreglarla, había enseñado a su hijo cuanto había podido para que también amara la equidad, jamás había sido injusto con nadie. Verdaderamente este hombre era un ejemplo de rectitud. Y todos lo sabían.

El problema residía en su hijo. Seguramente fue el hecho de vivir en un hogar tan estricto que le hizo rebelarse. Pero él sencillamente no aceptaba la obsesión de su padre por la perfección de la ley. Para él un buen día era estar con sus amigos de fiesta durante tantas horas como aguantara el cuerpo, pasándoselo bien, pisando a quien fuera necesario para lograrlo. Para él la idea de responsabilidad o justicia no era para nada atractiva, es más, muchas veces, solo por diversión, trataba a posta de hacer injusticias a la gente. Aunque solamente fuera por contradecir a su padre, aunque no sacara nada bueno a cambio.

Llegado un momento, su padre lo sabía todo. El Juez había oído de los vecinos, de los ciudadanos que hablaban de su hijo como un delincuente, como un drogadicto, como un caso perdido. Por eso el padre intentaba convencer a su hijo cada día, intentaba mostrarle su amor por él y por la rectitud, pero su hijo no quería escuchar. Este hijo no solamente estaba pisoteando el amor de su padre y el ejemplo que le había dado, sino que a los ojos de toda la ciudad, este hijo deshonraba a su padre, pisaba el buen nombre que había forjado. Ahora ya no era el buen Juez justo, sino que era el que crió a un hijo rebelde, a un malhechor. Pero lo peor de todo es que estaba rompiendo su corazón. Todo el ahínco que había puesto en criar a su hijo, en inculcarle los valores que él amaba, todo el amor que había desparramado en su pequeño, estaba siendo escupido. Parecía como si su propio hijo le odiara. Y eso era algo que destrozaba al Juez por dentro.

Y entonces llegó el día. Este Juez estaba trabajando, como cada, día en el juzgado. Estaba en su despacho cuando llegó, como cada mañana, la secretaria para traerle la información del caso que llevaría en ese momento. Se trataba de un caso de asesinato. Por la zona donde había sido y las horas, debía haber sido alguna pelea nocturna provocada por el alcohol y el desfase festivo. Por lo que explicaba el informe, debía haber sido algo brutal. Los escabrosos detalles que explicaba el papel que leía el juez pondrían los pelos de punta a cualquiera. No solamente había sido un asesinado por un accidente en una pelea, el asesino se había ensañado con crueldad y alevosía. En la mente del Juez ya se comenzaba a fraguar la condena que sería la más justa.

Entonces fue cuando el semblante del Juez se oscureció por completo. Vio el nombre del acusado, del autor de semejante carnicería. Era su hijo. Su propio hijo, no solamente había pisoteado su nombre, su amor y todo lo que creía importante, sino que había arrasado la vida de un joven, y lo había hecho con toda la fuerza, la crudeza, con toda la impiedad que fue capaz. La mente del Juez solamente podía imaginarse a su propio hijo, con la cara descoyuntada de ira y maldad propinando golpes con una piedra en la cabeza de aquel chico mientras éste luchaba por su vida, gritaba con todas sus fuerzas, mientras este chico perdía el aliento a manos de la persona que el Juez más quería, se podía imaginar la sonrisa descompuesta por la brutalidad de su hijo mientras asesinaba fríamente a un semejante. No podía imaginar un crimen peor. Sabía perfectamente la pena que merecía este hecho. Pero no podía, no podría ejecutar la justa sentencia contra su propio hijo. Su hijo era perverso, era ciertamente malvado, pero era su hijo. Él no veía la triste y cruel realidad presente de lo que era su hijo, él veía lo que podría llegar a convertirse. Su hijo era alguien muy inteligente, en su niñez tenía un gran corazón, le gustaba hacer casetas de madera para los perros abandonados en la calle, su hijo podía cambiar a toda esta ciudad, pero no para mal como lo estaba haciendo, él podía hacerlo para bien, y su padre lo sabía. Si pudiera hacerle entender lo que él sentía, su pudiera cambiar su destino de alguna manera, lo haría.

Y el Juez estaba en una encrucijada. Si liberaba a su hijo como ciertamente deseaba, estaría pisando la justicia que le había caracterizado durante toda su vida, la razón de su existencia. Y no solamente eso, sino que estaría siendo tremendamente injusto, la familia destrozada del chico asesinado por su hijo demandaría, con toda razón, una justicia eficiente. No podía dejar el crimen sin pagar. Pero no podía. No podía hacer pagar a su hijo. El justo pago por el crimen era la muerte. Y él lo sabía.

-Después de estudiar el caso con todas mis fuerzas,- El Juez hablaba delante de los asistentes al juicio, delante de él, estaba su hijo esposado, con la cabeza agachada, llorando. -Y creedme que es el caso más difícil en el que he trabajado- La voz le abandonaba, las fuerzas le flaqueaban, una lagrima se escapaba por sus ojos. Sus manos, temblorosas, colocaban y recolocaban las hojas que descansaban en su púlpito, su corazón estaba destrozado. -Y he tomado una decisión al respecto del acusado.- Una ola de cuchicheos llenó la estancia. Unos aseguraban que perdonaría a su hijo, otros que seguiría la senda de la justicia, como siempre había hecho. El hijo, que conocía a su padre, sabía que le condenaría, siempre había amado más la justicia que a su propio hijo. -Mi decisión es que el acusado es culpable- el silencio era sepulcral en la sala -y su justa sentencia es la muerte- apenas se escucharon las últimas palabras, pues el Juez estaba ya demasiado afectado, solamente se escuchó el fuerte estruendo del martillo, señalando que la justicia había sido satisfecha.

El hijo bajó la cabeza, llorando, él sabía que la condena era justa. Su padre le había avisado demasiadas veces, y ahora realmente se había pasado de la raya. No podía esperar quedar impune después de la salvajada que había hecho.

-Señores, señoras, me gustaría apelar a la “Ley de sustitución.”- Esto si que disparó los cuchicheos en la sala, el hijo levantó la vista, aquello si que no se lo esperaba. -Según esta ley, cualquiera puede aceptar voluntariamente la condena de un familiar, cumpliendo de esta manera la justicia al mismo tiempo que el condenado queda libre. Quiero morir yo, cumpliendo el castigo de su asesinato, permitiendo de esta manera que él viva.-

El hijo cayó al suelo, de rodillas, llorando a más no poder. Su padre había sido perfectamente justo y al mismo tiempo le había amado más que a su propia existencia. Iba a pagar su cuenta con su vida. Poco a poco, llorando, se acurrucó en el suelo, sin poder hablar, ni moverse, solamente podía llorar, arrepentido, humillado, profundamente amado.

Dos días después se cumplió la pena. El Juez murió por aquello que no merecía. Ahora el chico era libre, era libre de su condena pero también era libre de su rebeldía, era libre de su crueldad, era libre del sentimiento de acusación a su padre, el Gran Juez. A partir de aquel día, ese chico no fue el mismo, con actitud de humildad, sabiendo que su vida no le pertenecía, sino al recuerdo de su padre y al servicio de la justicia, buscó hacer lo que a su padre le hubiera gustado. Llegó a ser un gran juez en esta ciudad, llegó a ser respetado, a ser amado, llegó a lograr que la gente olvidara su funesto crimen. Al fin, por medio del sacrificio del Juez, su hijo llegó a ser lo que su padre sabía que podía lograr, su hijo consiguió cambiar la ciudad para bien, tal y como el Juez anhelaba. El amor de su padre cambió su destino, logró su perdón y le salvó de su propia destrucción.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

deberias hacer un libro con todo esto ...estoy segura de que haces pensar a mas de una persona y plantearse la vida de otra manera.eso es unico.tu eres unico...
99v

El Tío Poe dijo...

Muchas gracias hermosa!!!

Lorena dijo...

No sólo escribes bien, sino que tus escritos llevan implícito siempre algo que hace que pensar y sobretodo y lo más importante a mi parecer, que te hace reflexionar.
No dejes de escribir.

El Tío Poe dijo...

Wow! ¡Muchas gracias Lorena! ¡No me digáis estas cosas que en seguida me las creo!

Dani dijo...

Los hijos de los jueces, no suelen desviarse del mal camino, por mucho, que hagan sus padres por ellos.

El Tío Poe dijo...

Lo sé, Dani. Es muy difícil, pero no imposible...

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